EL BAILE DE LAS MARIONETAS. 1º CAPÍTULO

1
Kabul, Afganistán. Mayo de 2004
Los solitarios amaneceres de Kabul ofrecían un espectáculo
relajante desde la azotea del hospital Ahmed Shah Baba.
El sol asomaba impasible cada mañana detrás de las altas
cumbres de intenso color ocre situadas alrededor de la ciudad,
un color parecido al del fuego de los morteros que a
diario provocaban muerte y desolación en una región maldita
por los dioses. Oficialmente, la guerra en Afganistán
había terminado y el país tenía un presidente legítimamente
elegido en las urnas. Sin embargo, la paz solo era real en
la capital y en algunas áreas bajo el control de las fuerzas
internacionales. A lo lejos tronaban obuses y disparos de
las guerrillas talibanas, unos sonidos que se habían convertido
ya en rutina para los habitantes de aquella ciudad donde
no cabía más que estar alerta para conservar la vida. En
las calles, en las casas o en las escuelas seguían abiertas las
heridas provocadas por las sucesivas guerras civiles y por la
invasión de los diferentes ejércitos que habían codiciado el
control del país, desde el ruso hasta el estadounidense, pasando
por el terrorífico ejército talibán, que tras expulsar al
soviético impuso un régimen feroz y sanguinario que estaba
lejos de darse por vencido.
Edith Lombard lanzó una última mirada al horizonte y
de un sorbo terminó el café que la había acompañado aquella
mañana. Estaban en mayo y el calor ya se hacía notar.
Tenía treinta y nueve años, pelo castaño y largo recogido
en una coleta sencilla. Su atractivo físico eran unos ojos
grandes y oscuros que contrastaban con su piel blanca, y
la nariz algo respingona y algunas pecas en su rostro le
conferían un aspecto juvenil. Había nacido en Quebec, Canadá,
aunque años más tarde su familia se había instalado
en Montreal, donde contrajo matrimonio y tuvo un hijo.
Edith llevaba un año trabajando como voluntaria de
Médicos sin Fronteras en aquel hospital, pero pronto lo
abandonaría para siempre. Afganistán estaba en vías de recuperación
gracias a la intervención internacional y a las
ayudas ofrecidas para el desarrollo; sin embargo, debido al
último atentado en la provincia de Badghis, donde habían
fallecido cinco de sus compañeros, el personal adscrito a
dicha organización había recibido la orden de abandonar el
país de forma gradual; la partida estaba prevista para dentro
de dos meses.
El trabajo durante aquel año había resultado una experiencia
dura en todos los sentidos. Aún ahora, cuando pensaba
en regresar a casa, recordaba con nitidez el día en que
tomó la decisión de enrolarse en aquella aventura que le
había reportado soledad, experiencias traumáticas y una explosión
de solidaridad e indignación a partes iguales, al ser
testigo casi a diario de hasta dónde podía llegar la naturaleza
humana, ya fuera por la violencia ejercida sin piedad por
algunos hombres contra sus propios congéneres o por la
capacidad de sufrimiento y resignación de las víctimas de
esa violencia.
La amarga y desastrosa experiencia vivida con el hombre
a quien amó hasta casi perder la razón era apenas un
rasguño, comparado con las heridas que curaba a diario a
chicas jóvenes que habían perdido el brillo en la mirada,
con las amputaciones de brazos y piernas a niños provocadas
por las minas antipersonas que aún seguían sembradas
en los campos, con los cuerpos quemados por las bombas
incendiarias que caían en cualquier parte del país.
En aquel momento, el claxon de varios coches llamó su
atención. Se asomó por la baranda y advirtió que las primeras
víctimas acababan de llegar a urgencias. Su descanso había
terminado.
Al llegar al quirófano, el cuerpo de una mujer cubierta por
un burka de color azul claro yacía en la mesa de operaciones.
Había una mujer vestida de negro con la cara tapada
por un denso velo y dos hombres, uno de edad y otro más
joven, que discutían con Marc, el médico que atendía aquella
mañana. Este trataba de convencerlos de que tenían que
despojar a la mujer del vestido para ver sus heridas y de
que debían salir de la sala. El intérprete de inglés, que cubría
con una bata médica su indumentaria típica pastún
—la tunban perahan— de camisa ancha cerrada hasta las rodillas
y pantalón amplio, trataba de mediar, pero los hombres
se negaban a que el médico pusiera una mano encima
a la joven herida. Aquellas discusiones se producían a diario
en el hospital. Los maridos o padres prohibían que sus
mujeres fueran atendidas por un médico de género masculino
y, si no había más remedio, exigían estar presentes,
prohibiéndoles tocarlas. En esos casos el galeno se limitaba
a preguntar por los síntomas a la paciente delante de su
guardián.
Edith accedió en aquel momento a la sala y colaboró
para restablecer la calma.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mientras se acercaba
al cuerpo inmóvil de una mujer cubierta de sangre.
—Doctora, solo usted puede examinarla —explicó el
intérprete a modo de súplica, flanqueado por los dos hombres
que aún ardían de excitación debido a los acontecimientos.
—Está bien, Marc. Yo me hago cargo de ella —dijo a su
compañero médico, instándolo a salir.
Hizo una señal al traductor para que tranquilizara a los
familiares. La mirada de Edith se relajó al ver entrar a Kristen,
una enfermera holandesa asignada a aquel quirófano.
—Vamos, todos fuera —ordenó Edith con sonrisa conciliadora
a los hombres mientras hacía un gesto a su compañera.
Edith se dirigió a la mujer herida. Era una chica joven y
bella, de no más de diecisiete años, cabello lacio y castaño,
pómulos suaves y labios carnosos. Estaba embarazada en
estado muy avanzado. Parecía dormida, con un gesto de
placidez que no se correspondía con la violencia que acababa
de sufrir. Le tomó el pulso con una mano y comprobó
que su corazón aún latía, aunque muy débilmente. Con
sumo cuidado la despojaron del basto tejido, que, empapado
en sangre, había duplicado su peso. Al examinar el cuerpo
comprobaron que varias balas de gran calibre habían
penetrado en su cuello, pecho y piernas. Tras monitorizarla,
la raya de la máquina realizó varias uves en la pantalla,
pero a los pocos segundos se volvió recta, y el pitido agudo
indicó que el corazón había dejado de latir. Edith iba a preparar
el desfibrilador para intentar reanimarla, pero desistió
al advertir que el disparo del pecho le había provocado
una fuerte hemorragia, de la que difícilmente podría haberse
salvado, y ya era demasiado tarde para una transfusión
de sangre. Inmediatamente se colocó el fonendo con la
vaga esperanza de que el bebé aún estuviera vivo, pues no
había daños en su abdomen. De repente dio un brinco.
—¡Aún vive! ¡Su corazón sigue latiendo! —gritó, nerviosa—.
¡No hay tiempo, llama a Marc…!
El médico a quien acababa de expulsar del quirófano
para no perturbar a la familia de la joven entró de nuevo, y
en unos frenéticos instantes se enfundó la bata de quirófano
para unirse a sus compañeras en la mesa de operaciones.
—¿Anestesia? —preguntó la enfermera con manos temblorosas.
—No hay tiempo, y tampoco es necesaria —dijo Edith
mientras elegía el bisturí del instrumental y se disponía a
realizar una cesárea de emergencia.
Los tres se afanaron durante interminables minutos sobre
el cuerpo inerte de la joven, mientras que en el exterior,
los gritos de protesta de la familia aumentaban de intensidad
debido al regreso de Marc al quirófano. Varios miembros
de la policía afgana encargados de vigilar las instalaciones
los retenían para impedir que accedieran por la
fuerza.
—¡Una niña! —gritó Kristen con emoción.
La bebé nació con signos de hipoxia, con la piel pálida y
azulada debido a la falta de oxígeno. La enfermera la tomó
entre sus brazos tras cortar el cordón umbilical y la envolvió
en una sábana, pero apenas se movía.
—¡Vamos, respira…! —decía masajeando la espalda y
los pies de la pequeña—. Marc, trae el oxígeno.
—No hay. Las bombonas están vacías y aún no han llegado
las de reposición —replicó consternado.
Marc colocó una gasa en la boca del bebé y comenzó la
maniobra de reanimación, insuflándole aire con cuidado
mientras realizaba con suavidad el masaje cardíaco, pero
sin resultado.
—Probemos un método más antiguo —dijo Edith.
Como última opción, la doctora agarró con una mano
los tobillos de la niña, colgándola boca abajo. Después le
dio unos suaves cachetes en el trasero.
De repente, el bebé sufrió un espasmo, abrió los ojos y
de su garganta surgió un enérgico llanto que inundó la sala.
En el exterior, los gritos de protesta de la familia y de las
fuerzas de seguridad enmudecieron de repente al oír aquel
precioso sonido que significaba vida. Vida después de la
muerte absurda e injusta de una joven llena de ilusión que
jamás conocería a su hija. Las lágrimas brotaron sin control
por los ojos de Edith, contagiando también a la enfermera
y a Marc, que decidió abandonar la sala mientras ellas lavaban
el cuerpo del bebé.
—Así es la vida, abriéndose paso en las circunstancias
más duras —murmuró Edith, mirando embelesada a la
niña.
La puerta del quirófano estaba abierta ahora, pero la
familia estaba inmóvil esperando a la doctora, que portaba
entre sus brazos a la niña envuelta en una sábana blanca.
Edith se la entregó a la mujer cubierta por un velo tan espeso
como la tela que cubría su cuerpo, y vio que esta se despojaba
de él con rebeldía, arrojándolo al suelo. Al tomarla
en brazos, las lágrimas de dolor y emoción corrieron como
ríos en una cara llena de arrugas tempranas. Cuando Kristen
los informó de que la joven madre había fallecido, la
mujer lanzó un alarido de dolor, apretando a la bebé bajo
su pecho.
—Gracias, doctora… Gracias por salvar a la niña…
—balbuceó el hombre de más edad.
Edith los miró con ternura, compartiendo con ellos aquel
instante. Después regresó al quirófano. Mientras Kristen
bregaba tratando de sacar las pulseras de las manos de la
fallecida, Edith lavó su cuerpo con una esponja y lo vistió
con un pijama del hospital con el fin de devolverlo a la familia
con la mayor dignidad. La enfermera reunió las pertenencias
que llevaba la joven: unos pendientes largos, varias
pulseras plateadas y un colgante con una figura similar
a una pequeña pera de color ámbar engarzada, todos manchados
de sangre. Los llevó al pequeño lavabo que había
en una esquina del quirófano y los enjuagó. Después los
depositó en una bandeja mientras Edith terminaba de abrocharle
el pijama e introducía en una bolsa de plástico el
burka empapado de sangre. Iba a salir para avisar a los familiares
cuando algo captó su atención en la bandeja de los
enseres de la joven: era el colgante, que relucía brillante y
libre de restos de suciedad. La piedra de color ámbar en
forma de pera tenía una muesca semicircular en un lado de
la panza, como si una bala la hubiera rozado antes de llegar
al cuerpo de su propietaria, dejándole una marca parecida al
mordisco de la manzana del logotipo de Apple. Edith lo
tomó con cuidado y se lo acercó para examinar con más
detalle el engarce que lo unía a la cadena, en forma de campana
de pétalos cuadrados y un brillante en el centro de
cada uno.
—Ni siquiera esa perla de plástico pudo evitar la bala,
aunque parece que lo intentó —comentó Kristen mirando
también aquella muesca tan peculiar.
—Esto ya estaba así, las balas no la rozaron… —murmuró
la doctora con los ojos fijos en la joya.
Edith estaba consternada y lo último que deseaba era
enfrentarse de nuevo al dolor de aquella familia a través del
intérprete, así que dejó a la enfermera el desagradable trago
de entregarles el cadáver de la joven. Fue entonces cuando
advirtió que la ropa de uno de los hombres también estaba
manchada de sangre. Se había puesto un trapo sucio en el
brazo izquierdo a manera de venda para tapar una herida
de bala. Era un chico joven, de cabello ensortijado e ingobernable
bajo el turbante y con una espesa barba oscura.
Entre la suciedad de su cara mezclada con el sudor corrían
también lágrimas de impotencia.
Edith se apiadó de él y se acercó, indicándole que quería
examinar su brazo, y llamó al intérprete para que la ayudara
mientras le hacía la cura. El joven se llamaba Shamir,
y al retirarle la tela ensangrentada descubrió una herida en
la piel de unos diez centímetros que atravesaba su antebrazo
izquierdo. Una bala lo había rozado provocándole
aquella herida, pero no había afectado al hueso ni a los tendones.
Mientras limpiaba y cosía el corte, le preguntó a través
del intérprete por las circunstancias del tiroteo en el que
había muerto la joven, que, como intuyó, era su esposa.
—Fue algo inesperado. —Fue traduciendo Abdul—. Habían
salido al mercado y antes de llegar un coche pasó por
su lado a gran velocidad. Un individuo sacó un arma automática
por la ventanilla y comenzó a disparar de forma indiscriminada.
Otras dos personas quedaron en el suelo, seguramente
muertas. Él caminaba por el interior de la acera,
por lo que su mujer se llevó la peor parte.
Cuando terminó la cura, Edith cogió la bandeja con las
joyas pertenecientes a la joven y se las entregó. El hombre
tomó las pulseras con lágrimas en los ojos y se quedó con el
colgante entre las manos.
—Es una joya muy bonita… —comentó la doctora.
—Era parte de la dote que aportó la familia de su esposa
al matrimonio —escuchó Edith por boca del intérprete.
Ella levantó el rostro hacia el joven.
—¿Cuándo la adquirieron? —El interpelado dirigió la
mirada al traductor para escuchar su pregunta y luego a
ella—. No sé cómo ha llegado esa joya a la familia de su es-
posa —continuó Edith—, pero no creo que la tuvieran en
su poder desde hace más de veinte años…
—¿Cómo sabe eso? —El joven la miró, atónito.
Edith advirtió su recelo, comprobando que había dado
en el clavo. Algo se removió en su interior. Estaba aturdida
por aquel hallazgo, le costaba aceptar que aquel collar pudiera
haber pertenecido a su propia familia; pero era demasiada
casualidad que también tuviera forma de pera,
el mismo color y la misma muesca en la panza, así como el
engarce de oro blanco y diamantes con uno de los pétalos
torcidos. Edith trató de quitar importancia a su comentario
devolviéndole una sonrisa.
—Es una joya que se puso de moda cuando yo era adolescente.
La he visto en varias ocasiones —mintió lo mejor
que pudo.
—Mi suegro asegura que la cadena y el engarce son de
oro blanco, y que tiene diamantes auténticos.
—Sí. Es verdad. Es una joya muy especial. Mi madre
tenía una igual, pero la perdió. No es fácil encontrar algo así
en Kabul… —tanteó, esperando su reacción mientras vendaba
su brazo con delicadeza—. Bueno, ya está. Debes volver
dentro de una semana para retirarte los puntos. Procura
no mojar la herida.
—¿Estará usted aquí cuando vuelva? —preguntó el joven.
—Espero que sí. Dejamos el país en un par de meses, así
que tendremos tiempo de comprobar la evolución de ese
corte. En cuanto a la bebé, deberá quedarse en observación
unos días. Hablaré con el pediatra para que le haga el seguimiento.
—Gracias, señora —dijo el joven inclinando la cabeza
en señal de respeto.
Cuando ya estaba en la puerta, el joven se volvió y miró
al intérprete para que estuviera atento a sus palabras y se las
transmitiera a la doctora.
—Mi suegro me contó que encontró ese collar en las
afueras de Kandahar en 1989, al finalizar la guerra con Rusia.
Había un tanque soviético abandonado y varios soldados
muertos alrededor. Se acercó a ellos y registró entre sus
pertenencias. En el bolsillo de uno de ellos estaba esa joya.
Edith asintió, agradeciendo aquella información.
Cuando quedó sola, sus recuerdos volaron a Montreal,
a 1986, cuando apenas tenía veinte años. Recordó el día en
que su padre llegó a casa con aquel collar para regalárselo a
su madre y les contó una historia sobre la perla marrón que
colgaba de él. Decía que procedía de la famosa Cámara de
Ámbar, una estancia de uno de los palacios de los zares en
San Petersburgo forrada de paneles de ámbar que los nazis
robaron durante la Segunda Guerra Mundial y que aún sigue
desaparecida. La madre secundó a su marido, contándoles
la historia de ese palacio y describiéndolo con minuciosidad.
Les habló de la historia de la ciudad, de los zares,
de sus calles, los puentes, las islas, los monumentos… Era
una gran lectora y estaba dotada de gran imaginación, y
aquel día fantaseó contándoles que el pequeño hueco semicircular
que exhibía la gema había sido provocado por
un disparo durante la Segunda Guerra Mundial; una mujer
soldado la llevaba en el bolsillo y una bala del ejército alemán
la rozó. Por desgracia no consiguió salvarle la vida a su
portadora y esta murió con el trozo de ámbar clavado en el
corazón.

Etiquetas: Sin etiquetas

Los comentarios están cerrados.