1
Klaus se detuvo ante una roca limpia y decidió sentarse a esperar. Dejó los bastones a un lado y con un golpe de talones se sacudió la nieve de las raquetas que llevaba fijadas en las botas. Su compañero venía detrás con paso más lento por aquel estrecho pasaje. Estaban realizando una caminata en la nieve, una actividad que desde hacía tiempo deseaba hacer, lejos de las pistas y el bullicio de los esquiadores. Era sábado, y tenía reservada una habitación de hotel en Altenmarkt im Pongau, una pequeña ciudad de turismo invernal situada al sur de Salzburgo, en los Alpes austríacos, rodeada de pistas para esquiar donde había buen ambiente de copas por la noche.
Un rayo de sol se coló entre las nubes que, retenidas por la cadena montañosa, habían cerrado por completo el cielo. Eran las doce de la mañana y los caprichosos listones de luz a modo de espadas se situaron frente a Klaus, internándose en una estrecha sima situada varios metros más abajo, cerca del camino que había dejado atrás junto a su compañero.
Del interior de aquella grieta, hasta entonces oscura y tenebrosa, emergió un pequeño destello, como un foco, yendo a chocar contra la pared rocosa donde Klaus estaba apoyado. Movido por la curiosidad, alzó la mano para comprobar que aquello no era un espejismo por el cansancio y la colocó en medio del haz luminoso. Confirmó entonces que había algo brillante en el interior de la hendidura que había captado la luz solar y la devolvía hacia el exterior. Inclinó su cuerpo para intentar descubrir qué provocaba esa anormalidad, aprovechando que las nubes habían cedido espacio para que el sol, como en una premonición, iluminara aquella oscuridad.
Peter llegó sudoroso y respirando con dificultad. Había cumplido los treinta y ocho años practicando sus deportes favoritos, el esquí y el snowboard, y aunque le atraía todo lo relacionado con la nieve, aquella caminata con raquetas propuesta por su amigo le estaba costando más trabajo del que imaginaba. Necesitaba un descanso.
–¿Has visto eso?–Preguntó Klaus mirando hacia abajo. Peter se inclinó también, pero solo vio nieve y rocas.–Mira allí, en esa grieta.
Peter dirigió ahora su mirada hacia el lugar que indicaba su amigo y advirtió que salía un pequeño resplandor.
–Quizá se trata de un trozo de cristal y está devolviendo la luz del sol.
–Los cristales no reflejan. Los espejos sí. O cualquier objeto metálico. ¿Qué puede haber ahí que brilla de esa forma? ¿Algún mineral?
–Es posible. La fábrica de cristales de Swarovski está más al oeste, en Wattens, cerca de Innsbruck. Quizá esta zona esté cargada de minerales.
–¿Qué te parece si bajamos a echar un vistazo?
Peter accedió sin dudar. La idea de iniciar el camino de regreso le atrajo más que seguir subiendo. De nuevo se pusieron en marcha y descendieron lentamente hasta colocarse justo al borde de la hendidura. Ayudados por la inesperada colaboración del sol, les fue fácil examinar el interior de aquel resquicio de un metro de ancho y otros tres de largo, de paredes rugosas y oscuras. El interior estaba lleno de nieve hasta un metro por debajo de la superficie donde ellos se encontraban. En una primera ojeada no hallaron nada que provocara aquella luminosidad. Klaus dirigió su mirada hacia la cornisa donde habían estado antes y comprobó que el haz de luz seguía allí, en un círculo perfecto, marcado en la roca. Siguió entonces la dirección de procedencia y le señaló la zona izquierda de donde se encontraba él. Decidió entonces caminar hacia allí para rodear la abertura y colocarse en el lado opuesto.
–¡Ahí está! Es algo metálico y redondo, como un reloj…
Peter corrió entre la nieve para colocarse junto a su amigo. Se arrodilló en el borde y alargó su cuerpo para acercarse más.
–Klaus…Ahí hay algo más…–Dijo mientras se despojaba de las gafas protectoras para la nieve y forzaba su vista hacia el interior.
Klaus se introdujo de un salto en la grieta. La luz del sol desapareció de repente, secuestrada entre las nubes que no querían dar tregua aquel día. El montañero se acercó despacio, y al llegar al lugar de donde la luz había brotado se inclinó y alargó su mano para tocar aquel pequeño objeto.
– Es un reloj… Sí… ¡Joder…! ¡Y el propietario también está ahí…! ¡Hay que llamar a las autoridades….!– Dijo con voz trémula, abandonando el lugar como alma que lleva el diablo.
2
Hay veces que una decisión tiene consecuencias inimaginables para el resto de tu vida. Elegir la pareja adecuada es una de ellas, sobre todo si tienes que decidir entre dos personas totalmente diferentes. Casi siempre es el corazón el que se inclina hacia uno de los dos, aunque suele equivocarse. Pero ¿quién puede guiarnos en esos momentos de ceguera en que solo vemos las cualidades del otro? ¿Qué hay de física o de química en un enamoramiento? ¿Por qué elegimos a éste y no a aquél a la hora de profesar unos sentimientos que a veces nos desbordan sin ninguna lógica? Estas preguntas son de quesito en el Trivial, y diría que casi imposibles de contestar, pues si los sentimientos se pudieran controlar, la vida no tendría alicientes.
Recuerdo que mi Abuelo me dijo una vez que no se conocía profundamente a alguien hasta que no se comía con él un saco lleno de sal, utilizándola para sazonar huevos fritos. Eso es mucho tiempo. También decía que no es bueno sentir rencor, ya que es una emoción que termina por dominarte y amargarte la existencia. La mejor venganza es ser feliz. Es el lema que más repitió a lo largo de su vida, lo que indica que él fue una persona dichosa, y también que supo elegir bien a su pareja. Es el único caso que he conocido hasta ahora.
Desde hace unos años disfruto de aparente calma, sin sobresaltos ni temores. Es algo extraordinario, pues mi vida ha transcurrido en medio de un continuo terremoto con bruscas sacudidas, todas desagradables, que me han hecho fuerte, o al menos aparentarlo, pues ya no se me ocurren más desgracias que me puedan sobrevenir a quitarme el sueño. El terreno por donde he pisado siempre ha sido inestable, y siempre cuesta abajo, en una pendiente imposible de enderezar donde he logrado seguir en pie gracias a algún saliente o tronco al que asirme para ralentizar mi inevitable descenso. No es pesimismo, es pura resignación.
Pero todo esto ha cambiado. Mi madrastra y yo somos felices ahora. Por primera vez nos sentimos a gusto en un sitio después de haber perdido nuestro hogar, nuestra vida, incluso nuestra identidad, pues nos hacemos pasar como madre e hija a pesar de que no tenemos lazos de consanguinidad, y ni siquiera mi verdadero nombre es Laura. También por primera vez estamos haciendo planes de futuro, dejando atrás un pasado de pesadilla. Llevamos cuatro meses viviendo en Salzburgo y Sofía trabaja como diseñadora en una joyería muy importante que tiene sucursales por todo el mundo. Sus superiores valoran mucho su trabajo y ella se pasa el día en casa haciendo bocetos de joyas en oro y piedras preciosas. Ahora sale un poco más a la calle, y las crisis de pánico que sufría hace tiempo son cada vez más esporádicas.
Sofía estuvo casada con mi padre, aunque la he llamado mamá desde que la conocí, porque ha sido una auténtica madre para mí, y su padre fue un auténtico abuelo, mi Abuelo. Ella también ha sufrido mucho. Tiene cuarenta y dos años pero aparenta menos. Es atractiva, tiene el pelo largo y castaño, y sus ojos marrones emanan una dulce mirada que inspira confianza. Cuando salimos juntas le halaga que comenten que, aunque físicamente no nos parecemos, pues yo soy rubia y tengo los ojos azules, no parece mi madre, sino mi hermana mayor. Estudió Arte y Diseño en Nueva York y trabajó como diseñadora de joyas en la empresa de su padre hasta que su vida se vino abajo.
En cuanto a mí, tengo veintiún años y he pasado la mayor parte de mi vida en un internado. Después me instalé en la casa de mi padre cuando éste se casó con Sofía. Gracias al cariño de mi Abuelo y el empeño que puso en enseñarme el secreto de las flores mientras cuidaba el jardín de casa, conseguí nada más llegar a Salzburgo un trabajo a media jornada en una floristería. Allí me encargo de hacer ramos, centros de mesa y todo lo relacionado con las flores. Margit, la dueña, se encarga de la tienda, y Jean, mi compañero, de los repartos y el invernadero. Mi jefa es una mujer elegante y con mucho estilo, tiene unos cuarenta y cinco años y a pesar de ser una experta en el cuidado de flores tropicales, en especial las orquídeas, no es demasiado habilidosa haciendo centros o ramos de flores. Tenía otra empleada, pero se casó y se marchó a Viena, y andaba buscando desesperadamente una nueva que le ayudara con los encargos.
Cuando vi el cartel en la puerta ofreciendo trabajo, no dudé y entré. La primera prueba que me hizo Margit fue montar un centro de mesa de flores secas. Tomé un canasto, pegué la espuma de poliuretano al fondo y fui colocando rosas secas, cortando los tallos y pinchándolos desde dentro hacia fuera, las del centro más altas y rebajando la altura en los alrededores. Con paciencia fui clavando ramitas de romero y flores de lavanda, que con su toque malva acompañaban a las rosas amarillas y las hojas verdes, rellenando todos los huecos para que no se viera la base. Al terminar, advertí su mirada de satisfacción y me contrató aquel mismo día.
Además de este trabajo, desde hace un mes tengo otro empleo de dos tardes a la semana en una academia de idiomas. El sueldo no es demasiado alto, pero lo paso muy bien como lectora de español. Los alumnos son de todas las edades, desde adolescentes a universitarios, y hay también un grupo mayor de cuarenta años que dan mucho juego en clase, ya que ofrecen diversidad de opiniones durante las conversaciones en español.
En mi tiempo libre me dedico a pintar. Es mi gran pasión, a la que me gustaría dedicarme en el futuro. Para mí supone una evasión y una necesidad. Cuando me coloco frente al lienzo no tengo claro qué voy a hacer. Después, rebusco en la memoria y comienzo a dar pinceladas que se van uniendo y creando formas. Sofía me ayuda dándome ánimos y comparándome con grandes artistas, pues yo soy algo derrotista en cuestión de autoestima.
Hace un par de semanas, mientras pintaba en la Kapitelplatz, conocí a un pintor que también había colocado allí su caballete. Vestía de forma algo bohemia, con camisa de flores y pantalones vaqueros; imagino que como la mayoría de los artistas. Yo lo encontré encantador. Le calculé unos veintiocho o treinta años, de piel muy blanca y ojos castaños. Tenía una sonrisa franca y mirada entrañable. Se llama Norman. Cuando le dije que era española, me pidió que le hablara en mi idioma para recordar lo que había aprendido durante las temporadas que pasó recorriendo mi país. Gracias a él he ido perfeccionando mi técnica con el dibujo y el retrato. Después de nuestro primer encuentro me invitó a tomar una copa en una terraza y me contó divertidas anécdotas de sus años bohemios, cuando recorría Europa con su mochila. Yo le escuchaba embelesada y con cierta envidia. Había tenido una vida intensa, con una juventud plena de amigos, viajes y experiencias.
Cuando me preguntó
sobre mí, no sabía qué contarle, pues
oficialmente yo había vivido en las islas Canarias toda mi vida, pero no era
verdad. La realidad es que había crecido sola. Durante los ocho años que estuve
interna en un colegio, jamás recibí la
visita de un familiar y no salí ni en vacaciones para ir a un hogar
conocido; y de mis posteriores
experiencias no me apetecía hablar. Norman me dijo que le gustaba mi estilo y
se ofreció a ayudarme a mejorar la técnica,
pero como yo apenas tenía tiempo, quedamos en llamarnos los fines de
semana cuando realizara alguna excursión para pintar al aire libre.
3
El anuncio de la aparición del cadáver de Lukas Tillman en una estación de esquí de los alrededores de Salzburgo cayó como una losa en el estado de ánimo de Tobías Hayes. Jamás pensó que podía estar muerto, y hasta el instante en que recibió la terrible noticia había guardado un resquicio de esperanza de que algún día regresara a Londres para retomar su vida. Sin embargo, sintió una íntima satisfacción personal al comprobar que él no se equivocó. Estaba seguro de que el hijo de su íntimo amigo no era el tipo superficial que todos creyeron cuando dejó una carta en su casa de Austria informando a la familia de que se marchaba a vivir su vida y no regresaría nunca. No, Lukas no les había abandonado, como hasta ahora todos habían pensado. Tanto él como la familia Tillman siempre sospecharon que había algo oscuro en aquella espantada tan sorprendente como inesperada.
La última vez que Tobías habló con Lukas, éste le había transmitido el fastidio por las ideas conservadoras de James con respecto a la dirección de la compañía Tillman, un conglomerado de empresas cuya actividad principal eran los medios de comunicación, abarcando periódicos nacionales, cadenas de televisión y editoriales; pero tenía grandes proyectos en los que trabajaba entusiasmado. Lukas era una gran persona, de corazón noble y leal, y con una buena dosis de sensatez. Lo había visto nacer, crecer y madurar. Tenía discusiones con su progenitor, aunque todo estaba dentro de la normalidad de las diferencias generacionales. Tobías era como un segundo padre para Lukas, y estaba seguro de que se habría comunicado con él si hubiera estado vivo. Ahora comprendía por qué nunca regresó a Londres: había fallecido veinticuatro años antes en Austria.
Tobías Hayes era un hombre singular, de gran estatura y cabello corto plagado de canas, con anchas espaldas y complexión atlética, a pesar de tener setenta y dos años. Las gafas con montura al aire y el elegante traje a medida que vestía a diario le ofrecían un aspecto dinámico. Era el presidente y fundador de uno de los más prestigiosos bufetes de Londres. James Tillman, el padre de Lukas, había fallecido veinte años antes y fue su mejor amigo. Ambos habían sido compañeros de universidad en Oxford, se licenciaron en Derecho y fundaron el bufete. Años más tarde, James Tillman se dedicó a los negocios después de que su esposa heredase una gran fortuna, que supieron invertir con éxito en empresas de medios de comunicación. Tobías siguió manteniendo una excelente amistad con Tillman, y fue su bufete quien se hizo cargo del gabinete jurídico de todas las empresas pertenecientes al grupo. Tras la muerte de James, Tobías asumió temporalmente la presidencia de la empresa hasta que, cuando transcurriera el plazo del fideicomiso establecido en su testamento, los herederos tomaran posesión de la herencia. El plazo de quince años había cumplido cuatro años atrás y Tobías cedió el testigo al único heredero, regresando a su puesto en el bufete, desde donde continuó asesorando al nuevo presidente.
Ahora,
y gracias a las relaciones empresariales y personales que sembró durante su
etapa de presidente temporal en la Tillman, el bufete que dirigía se había
convertido en uno de los más reputados del país, con un gran número de abogados
en plantilla que asesoraban a las más importantes corporaciones nacionales.
4
Aquella mañana Sofía González se levantó temprano. Su mirada se dirigió a la sala contigua a la cocina, de grandes ventanales y muebles funcionales. Era un apartamento pequeño y acogedor situado en la calle Linzergasse, en la orilla derecha del rio Salzach, en Salzburgo, pero al fin podía decir que estaba todo en su sitio, tanto en aquel hogar como en su vida. Laura y ella se habían instalado en Austria hacía solo unos meses y estaba ilusionada con iniciar allí una nueva vida, gracias a su trabajo en una empresa de joyería que le ofrecía la seguridad económica que había perdido años atrás.
Mientras tomaba un café, Sofía pensaba en algo que decía con frecuencia su difunto padre: que toda nuestra vida ya está escrita, que al nacer ya tenemos programado el momento y la hora de nuestra muerte. Cuando alguien fallecía bruscamente o demasiado joven, siempre había alguien que, con la buena intención de consolar a sus familiares, sentenciaba que había llegado su hora, que aquello venía para él, o que Dios había decidido llevárselo. Y si te habías casado con una persona que no te convenía, es que esa persona estaba predestinada a ser tu pareja, te gustara o no. Y si habías encontrado un buen trabajo, o uno muy malo, es que estaba esperándote y no podías negarte a tu destino.
Pero Sofía ya no pensaba igual. La vida no era una novela que ya estaba escrita con su prólogo, trama y epílogo. Eran decisiones puntuales las que marcaban el futuro, el pasado, tu presente. Tomar o no el avión el día que se estrelló fue una decisión tuya. Bajar por las escaleras el día que el ascensor cayó al vacío fue una decisión tuya… Y dejar a su primer marido por otro hombre también fue una resolución de Sofía, tomada con osadía, eso sí, pero propia al fin y al cabo. Y si su segundo matrimonio también terminó mal, esta vez no fue culpa suya; pero mientras fuera consciente de su responsabilidad al tomar aquella decisión, los remordimientos serían solo de ella. No quería volver atrás.
Sofía aún sentía el fracaso sobre sus hombros. Se había dedicado a cuidar de los demás, a complacer a todos. Su ex marido le exigió mucho y ella aguantó hasta que ya no pudo más. A Laura, aquella niña insegura y ávida de cariño que su ex marido trajo a casa le había ofrecido más amor que su propio padre biológico. Ahora las dos estaban solas y arruinadas, trabajando para sobrevivir, cambiando de ciudad y país cada cierto tiempo por miedo a ser localizadas. Después de años de vida nómada, había aceptado aquella situación, y en medio de aquel desastre se sintió libre. Su segunda ruptura matrimonial significó para ella un nuevo fracaso personal, pero también la liberación de unas invisibles cadenas que le impedían pensar por sí misma, obrar a su aire, hablar, salir y entrar sin temor a encontrar una llamada perdida en el teléfono o una mirada amenazante. Ahora tenía otra identidad, vivía su vida y podía llorar libremente su dolor, odiar con toda su furia al hombre sádico y egoísta que la había arruinado psicológica y económicamente, y también ofrecer todo su amor a Laura sin tener que disimularlo para no molestar a su propio padre.
El ruido de unos pasos descalzos en el pasillo le devolvió a la realidad. Laura apareció en el umbral de la cocina. Su melena rubia aún estaba revuelta y solo vestía una camiseta con un dibujo de flores talla XL que le cubría hasta la mitad de los muslos.
–Buenos días. ¿Quieres un café?
–Sí, por favor. –Dijo Laura sentándose sobre un banco alto frente a ella, en la barra de la cocina.– Estoy muerta, anoche estuve leyendo un libro hasta las tantas, y al apagar la luz recordé que había quedado con Norman. Me envió un mensaje ayer por la tarde para ir hoy a pintar a Kapitelplatz. Tengo un autorretrato a medio hacer y quiero terminarlo siguiendo sus instrucciones.
–¿Norman es tu amigo el pintor?
–Sí. Y lo hace realmente bien. Cuando empieza a explicar las técnicas de la pintura te aseguro que me quedo hipnotizada escuchándole. Es un tipo supereducado, con una gran preparación y un don de gentes que ya lo quisiera yo para mí. Y si vieras cómo dibuja… es capaz de realizar un bosquejo con todo detalle sin levantar el lápiz del lienzo, y en pocos minutos. ¡Cómo le envidio…!
–Tú tampoco lo haces mal. Has estudiado Arte y pintas unos cuadros preciosos; solo tienes que perfeccionar la técnica; ya verás cómo cada vez lo haces mejor. Estoy segura de que con la ayuda de Norman y tu talento llegarás muy lejos en el mundo del arte. –Sonrió con ternura.
–¡Uf! Mami, creo que tienes demasiada confianza en mí…
–Por supuesto que la tengo. Y creo que ese pintor podrá ayudarte a adquirir seguridad en ti misma y convencerte de que eres una gran artista, además de una joven extraordinaria, inteligente y, sobre todo, una buena persona. Ahora tienes que creértelo tú misma.
–Lo intento. Puede que algún día lo consiga.
–Pues ya es hora, cariño. Bueno, si te vas a pintar, yo dedicaré la mañana a estudiar alemán; necesito practicar un poco más y dejar de comunicarme en inglés.
–Ya estás más suelta, lo noto. Con unas cuantas clases de gramática podrás integrarte en tu trabajo y con el resto de la gente.
–Mi memoria ya no está tan fresca como la tuya y a veces me cuesta recordar palabras que aprendo a diario. Por suerte, tú lo dominas a la perfección.
–Sí, es una de las pocas cosas que tengo que agradecer a mi padre, el haberme pagado una buena educación. ¿Y tus diseños, qué tal van?
–Le he enviado por email mis últimos trabajos y comentarios al director artístico. Le han gustado mucho y ha insistido en que debería ir a trabajar a la central, pues tienen más medios y unos ordenadores más potentes que el mío, con programas en 3D muy sofisticados.
–Deberías hacerle caso. Tienes que salir a la calle y volver a ser una persona normal, mami.
–Es que aún no me siento segura. No puedo evitar la sensación de que hay alguien detrás de mí…
–No hay nadie. Estamos a salvo, y para siempre. Ahora tenemos que mirar hacia delante y dejar atrás nuestros demonios. Bueno, nuestro demonio. No debo hablar en plural. Solo era uno y de los malos.
–Tienes razón, no puedo dejarme vencer. Tengo que hacer un esfuerzo. Creo que voy a decirle que sí al director y me iré a trabajar a la central. Te confieso que a veces necesito salir de aquí y pasear, ver gente, ir de compras…
–Es una idea excelente. Me alegra oírte decir eso. Si quieres, podemos salir esta tarde a dar un paseo por el casco antiguo.
–Estupendo…