LAS SOMBRAS DE LA MEMORIA. 1º CAPÍTULOS

Son las seis de la mañana y aún no he cerrado los ojos. Por fin se ha apagado  la luz del pasillo, y la acalorada discusión entre los tres presos de la celda contigua por los dos únicos catres disponibles ha bajado de intensidad, puede que debido al cansancio o quizá porque han llegado a un acuerdo para repartírselos. Estoy sentada en el suelo con las rodillas pegadas a la barbilla. La postura,  aunque incómoda, me permite estar semioculta, entre el mugriento somier y el  lavabo situado en el rincón. Desde aquí puedo ver mi sombra reflejada en el pequeño espejo. La blusa negra agudiza aún más el contraste con mi pálido rostro y mi melena  castaña.  Si hay algo que desmoraliza de este  lugar no es el  nauseabundo olor a orines, ni los grafitis o los escritos obscenos que cubren los muros; lo que realmente me provoca estremecimiento entre estas cuatro paredes es la incertidumbre,  el lento pasar de los minutos que, convertidos en interminables horas, aumentan mi angustiosa espera.

En estos momentos un grupo de policías debe de estar registrando mi casa y poniéndola patas arriba, buscando pruebas que corroboren sus sospechas sobre mi  complicidad con un «presunto asesino». Lo más terrible es que tengo esas pruebas, allí, y si las encuentran me acusarán formalmente de conspiración, de encubrimiento, de obstrucción a la justicia  y puede que de algún cargo más. Y no podré explicarles, pues ni  yo misma alcanzo a comprenderlo, por qué he sido elegida como depositaria de este enigma. Tampoco podré convencerlos de que no he  encubierto a nadie ni de que tengo la completa seguridad de que ese«presunto asesino» a quien tanto la policía española como el Servicio de Inteligencia israelí buscan no es tal, porque lo conocí bien y sé que  sería incapaz de obrar de forma ilegal o hacer daño a un ser humano.

El destino o la casualidad —aún no llego a discernir cuál— me han  convertido en protagonista de una investigación  que, si bien creía artística, ha ido derivando hacia una espiral  de violencia en cuyo epicentro me han colocado todos, tanto policías como delincuentes, obligándome a  guardar un  celoso silencio sobre algo que heredé de mi familia, un tesoro que codician muchos y  por cuya posesión están cometiendo asesinatos y violentando hogares.

El rostro de mi difunta tía Lina regresa con nitidez  a mi memoria; era la única hermana de mi padre y  vivía en la casa familiar que actualmente ocupo, desde que lo heredé tras su fallecimiento. Era una mujer peculiar, soltera, simpática y algo descarada, pero con un corazón tan grande como su hogar. Cada día colocaba  una vela roja  en el altar dedicado a san Rafael situado en la esquina de la calle Lineros con  Candelaria, frente al restaurante Bodegas Campos. Ahora mismo estoy rezándole, invocándola para que desvíe la atención de los investigadores lejos de los pasajes secretos que ella misma me mostró en el interior de la casa. Allí están guardadas las codiciadas «pruebas del delito», y mis posibilidades de salir indemne de este absurdo atolladero dependen exclusivamente del  azar; si no las encuentran, quedaré  libre de toda sospecha.

En estas largas horas de  encierro mi mente se  divierte enviándome retazos de viejos recuerdos. Era una adolescente cuando una gitana me leyó la mano una tarde a la salida de clase. Predijo que a lo largo de mi vida  tomaría una difícil decisión que  cambiaría para siempre mi destino.

—¿Es que mi destino ya está escrito? —Sonreí con ganas, incrédula.

—Sí. Y lo han escrito otros hace mucho, mucho tiempo…. —Recuerdo que su oscura mirada llegó a sobrecogerme—. Abre los ojos, mi niña; veo lobos vestidos con piel  de cordero. Nada es lo que parece, nadie es quien dice ser…

—¿Y qué más? ¿Me casaré? ¿Ésa es la decisión que tomaré? —Mi curiosidad a los dieciséis años no pasaba de ahí.

—Sí, reina, te casarás —contestó examinando otra vez mi mano—. Pero antes tendrás que superar una prueba muy difícil y correrás graves peligros. Posees algo que muchos codician y deberás defenderlo con astucia…. —sentenció. Después sonrió alargando su mano para ofrecerme  una ramita de romero—. Toma, niña, te traerá buena suerte.

Aún recuerdo aquella templada tarde de marzo en Córdoba, cuando el sol iniciaba sus  cálidos ensayos como preludio  de la ardiente lengua de fuego con la que nos obsequia durante los largos veranos,  desde mayo hasta septiembre. Repetía mentalmente los augurios de la gitana mientras rodeaba el lado este de la mezquita-catedral hacia mi casa, situada en la calle Lucano, pensando  en las pieles de cordero que me había mencionado; quizá se equivocaba de animal y era un visón lo que había presentido, aunque no confiaba demasiado en esa retahíla de frases hechas que, a buen seguro, repetiría hasta el aburrimiento a los incautos turistas  a quienes abordaba a diario.

Sin embargo, las circunstancias en las que me veo inmersa en estos instantes me persuaden de dar crédito a las palabras de aquella mujer. ¿Cómo pudo predecir hace quince años que correría peligro? Acertó también augurando que tendría que tomar una decisión, y ésta, efectivamente, ha cambiado mi vida, aunque para empeorarla, pues las imprudentes mentiras y los deliberados silencios que he ido  perpetrando con ingenua audacia  me han conducido a la desastrosa situación en que me encuentro ahora.

Creo que la gitana sobreestimó mi  inteligencia.

Todo empezó hace unos nueve meses. Me gusta madrugar, y aunque era sábado la frescura de aquella brillante  mañana de septiembre invitaba a pasear. Para mí, por otra parte, siempre ha sido una necesidad volver al lugar donde me crié: el casco antiguo de Córdoba. Su ambiente es diferente al del centro; posee un aire cosmopolita, lleno de gente de diferentes razas y lenguas: jóvenes con mochilas y  plano de la ciudad en la mano; grupos de turistas con la cámara al cuello escuchando con atención a alguien que habla a voz en grito sobre  Julio Romero  de Torres, Abderramán o  Maimónides.

Accedí al patio de los Naranjos de la mezquita-catedral, donde el tímido sol impregnaba como una lluvia dorada los milenarios muros de ese espacio  que ofrece sosiego y paz. Me senté  bajo uno de sus árboles  para observar a las personas que visitaban el monumento; sólo un exiguo grupo acudía en esas primeras horas a la misa diaria en una de las capillas del templo, casi todos vecinos de la zona y algún que otro excursionista espabilado que aprovechaba para ahorrarse la entrada al monumento. Eran las diez y aún no habían hecho acto de presencia las turbas de turistas que inundan las sinuosas y estrechas calles de la judería.

Reparé entonces en un hombre sentado frente a mí en la rampa de la puerta del Perdón, junto al campanario. Vestía de forma pulcra y discreta, un  pantalón negro y un jersey gris del que asomaba el cuello blanco de una camisa. Tenía una edad indefinida, aunque le calculé unos sesenta y tantos, quizá más. Su cabello negro y rizado contrastaba con su espesa barba salpicada de nubecillas blancas. Usaba lentes redondas, y realizaba un casi imperceptible balanceo del cuerpo hacia atrás y hacia delante mientras leía un libro pequeño de tapas negras que sostenía con discreción en su regazo. Parecía rezar como los judíos. Pero ¿qué hacía un hebreo orando en el patio de una mezquita originariamente musulmana y convertida en catedral católica? Ese día era el Sabbat para los de su religión, y quizá en la sinagoga  de la calle Judíos no estaba permitido el culto. Realizaba yo estas reflexiones cuando de pronto el hombre alzó la vista y nuestras miradas se cruzaron. Sus ojos,  azules y penetrantes, me observaron durante un breve instante en el que detuvo su oscilante rezo; a continuación  regresó a su lectura, ignorándome. En aquellos momentos no sospechaba que aquel hombre  iba a influir de forma decisiva en mi futuro, desviándome del rumbo que yo creía ya marcado.

Después me dirigí a  la plaza del Potro, donde solía visitar a Fali, mi gran amigo de la infancia  y compañero de juegos en la calle Lucano. Él se fue del barrio antes que yo, pero regresó para iniciar su carrera como empresario, convirtiendo el antiguo hogar familiar en un coqueto hotel con encanto. De vez en cuando me invitaba a una cerveza en la terraza del inmueble, situado  frente a la plaza,  y nos dedicábamos a  recordar nuestra niñez, cuando jugábamos al fútbol en plena calle. Su negocio funcionaba bien, y Fali se había aventurado en la compra de la casa aneja al hotel, para ampliarlo. Aquella mañana me tropecé con él cuando se dirigía hacia allí, cargado con un cubo de cemento y una paleta.  Le pregunté, en broma, si pensaba  restaurar la casa él solo.

—No, ¡qué va! Voy a  ahorrar  trabajo a los arqueólogos municipales. —Me hizo un guiño.

Fali era «un hombretón», como diría mi difunta tía Lina. Alto y robusto, con anchas espaldas y fuertes brazos. A pesar de esa apariencia, era un ser tranquilo y entrañable, con ojos entre grises y azules que  se parapetaban tras unas gafas de miopía que le conferían una noble mirada; su cabello rubio ceniza no era lacio, sino recio e indomable formando remolinos, y su sonrisa  franca inspiraba una gran confianza.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté, intrigada.

—Ven y lo verás.

Accedimos al interior de la vieja casa mientras Fali me hablaba de su intención de demolerla por completo, lamentándose de la cantidad de burocracia  y de la larga espera que debía soportar para mover un solo tabique debido a las estrictas normas urbanísticas que protegían  el casco antiguo cordobés. Descendimos por una angosta escalera para llegar al  sótano, donde encendió una bombilla desnuda que colgaba de un cable retorcido y grueso, tan antiguo como el resto del inmueble. Allí  me condujo hasta el fondo y, detrás de un muro semiderruido, me mostró unas inscripciones realizadas sobre yeso en el muro. Se trataba de un cuadrado repleto de signos que ocupaba  un metro de extensión a lo ancho y otro tanto hacia abajo.

—¿Qué es esto? —pregunté, acercándome para estudiarlos.

—Son caracteres hebreos. Un cliente judío que tengo las ha visto y dice que carecen de valor, que sólo son salmos y oraciones similares a los que hay esculpidos en las paredes de la sinagoga. Deben de ser de la misma época.

—¡No pensarás hacerlos desaparecer!

—Por supuesto que sí —respondió con una carcajada—. Tienes el honor de ser la  última persona que examina estas inscripciones, ya que dentro de una hora habrán desaparecido bajo mi paleta de albañil, cubiertas con cemento, y  yo jamás recordaré haberlas visto.

—¡No seas burro! Esto puede tener algún valor arqueológico, quizá ayude en el estudio de las costumbres de los judíos durante la Edad Media. —Mi vocación de historiadora salió a relucir.

—El único valor que tiene para mí es evitar que los técnicos del ayuntamiento entren aquí a husmear y paralicen el derribo del inmueble. Lo siento, pero esta parte de la historia de Córdoba quedará en el limbo de los recuerdos —replicó con una decidida y concluyente sonrisa.

—Al menos déjame hacerle una foto —le pedí, y enseguida hurgué en mi bolso para buscar el teléfono móvil—. Me gustaría saber qué significa ese texto que hay escrito, y conocer su fecha. Siento  curiosidad.

—Mi amigo Isaac puede darte toda la información que desees; te lo presentaré uno de estos días. Adelante, haz  un reportaje exclusivo, ¡único en el mundo mundial! —bromeó.

Yo trabajaba por entonces en una agencia de viajes perteneciente a una gran cadena nacional. Aunque soy licenciada en Historia, jamás he ejercido la profesión pues al terminar la universidad recibí una oferta  desde la oficina de empleo para realizar un curso de formación en la especialidad de turismo y después realicé prácticas durante varios meses en esa agencia de viajes. Gracias a las virtudes heredadas de mi padre —la desenvoltura y la osadía— y a las enseñanzas de mi madre —elsaber estar, entre otras—,  el director me ofreció un contrato temporal para la campaña de verano y luego fue renovándome el contrato hasta que me convertí en miembro de la plantilla. Mamá no consideró ese trabajo adecuado para mí, prefería que estudiara para opositar a una plaza como profesora; quizá por eso no dudé en aceptar el empleo.

La comunicación con mi madre es algo complicada, pues ninguna tiene buenos antecedentes frente a la otra. Nuestra relación siempre ha sido distante, con muchos desacuerdos y  encontronazos; uno de los más sonados tuvo lugar cuando terminé el instituto y debía elegir una carrera universitaria; aquello fue para ambas una dura prueba de convivencia al comprobar que nada teníamos en común, ni siquiera la preferencia por los estudios que debía realizar. Ella deseaba que me licenciara en derecho, «una  carrera con muchas salidas», decía  a todas horas; pero yo prefería la historia, el arte y la geografía. Tengo un defecto  que a ella le resulta chocante, y es la curiosidad. Me gusta indagar en el pasado, y siempre deseé visitar los lugares que había estudiado en los libros de historia, desde  las ruinas romanas de Gerasa, en Jordania, hasta la Gran Muralla China. Me apasiona descubrir el origen de las ciudades y de los monumentos, tanto religiosos como civiles, y concluí que ese trabajo en la agencia de viajes, que parecía agradable e interesante, me proporcionaría la posibilidad de hacer realidad mis deseos de conocer  mundo.

Mamá, que había crecido sujeta a estrictas normas de educación y cuyo carácter era muy distinto del de mi padre, tenía continuos roces con él, y ello motivó el distanciamiento entre ambos. Sin embargo, lograron convivir a pesar de sus grandes desavenencias. Ella es ordenada, exigente y arrogante. Yo había salido a papá, que era todo lo contrario: anárquico, afectuoso y embaucador. En casa jamás cerraba una puerta, ni apagaba una luz, ni ajustaba la tapa de un  frasco. Recibía con una sonrisa los  reproches de mamá y prometía cambiar, y se justificaba alegando que él había nacido así. Mi madre observaba con impotencia las alianzas de su marido y su hija en un gesto de  sana complicidad, encubriéndose mutuamente las travesuras.

Pocas cosas marcan en la memoria una fecha como la de la brusca pérdida de la persona más importante de nuestra vida. Tenía diecisiete años cuando mi padre murió en un accidente de tráfico. Conservo intacta su  sonrisa pícara, sus  ojos vivarachos y su abundante cabello negro peinado hacia atrás como un mar de oscuras olas. Aún hoy, después de tanto tiempo, lo siento muy cerca, y su recuerdo me reconforta en esta dura prueba que me toca vivir ahora. Mi madre dice que me parezco mucho a él, en lo bueno y en lo malo; imito sus gestos, hago muchas de sus travesuras y… arriesgo demasiado.

Papá procedía de una importante familia de terratenientes, aunque venida a menos a lo largo de la última mitad del siglo pasado. Mi bisabuelo era uno de los hombres más ricos de la ciudad a inicios del siglo XX y vivía en una casa señorial en el centro de Córdoba  Su hijo, mi abuelo Tomás, a quien no conocí, era un gran artista y se marchó a París en la década de 1930, donde se casó con una francesa. Pero ella murió al poco de nacer mi padre, y años después mi abuelo regresó a España trayendo con él a sus dos hijos, mi tía Adelina y mi padre, Julián, a quienes dejó al cuidado de su familia poco después para marcharse de nuevo a fin de viajar por el mundo y disfrutar de una vida bohemia. Murió joven, pues regresó muy enfermo de uno de sus viajes y apenas pudo hacerse nada por él. Mi padre idealizó su recuerdo durante toda su existencia, y a menudo me contaba los escasos momentos que había compartido con él, lamentándose del poco tiempo que estuvo a su lado. Estaba convencido de que mi abuelo nunca se recuperó de la pérdida de su mujer y que se refugió en la pintura, aunque lejos de su hogar y de sus hijos. Mi padre sólo tenía dieciséis años cuando quedó huérfano, y al cumplir la mayoría de edad comenzó a trabajar a las órdenes de su única tía,  Begoña, la hermana de su padre,  hasta que ésta falleció y le transmitió lo que quedaba del patrimonio familiar, que en la década de 1970 había menguado mucho.  Conoció a mi madre en una cena benéfica del Círculo de la Amistad. Ella era la única hija de un conocido y prestigioso notario de la ciudad y no pudo resistirse a la sonrisa franca y desenfadada de papá, del que se enamoró perdidamente. Sin embargo, él aún era un simple trabajador en las propiedades de su tía y tuvo que enfrentarse a las reticencias de su futuro suegro, quien le impuso una condición: «Hasta que no tengas un futuro estable y una casa decente  para mantener a tu  mujer, Pilar estará donde tiene que estar», sentenció con solemnidad. Papá no era el yerno que mi abuelo habría deseado,  pero a pesar de su aparente y  estudiada altivez, con el tiempo se convenció de la excelente elección de Pilar, incluso más que ella misma.

Mis padres tuvieron que esperar siete años para casarse, pues sólo tras heredar las propiedades a la muerte de su tía Begoña él pudo disponer de patrimonio. Mi madre quería instalarse en la gran casa que había sido la residencia de la familia durante generaciones, pero papá se negó en redondo alegando el elevado coste de restauración y mantenimiento. Aquélla fue su primera gran discusión, y se produjo antes de que contrajesen matrimonio.

Con el dinero que recibió de la venta del discutido inmueble, mi padre adquirió una casa menos suntuosa pero más acogedora en  la calle Lucano, cercana al hogar donde había vivido con su hermana Adelina y su padre al regreso de Francia, y luego, tras la muerte de éste, con Lina. Papá era un trabajador incansable y en cuanto tomó las riendas de las tierras se dedicó no sólo a la explotación agraria, sino también a la producción y la venta del aceite de oliva, y  gracias a su desenvoltura y  sus excelentes dotes comerciales consiguió introducirse en el mercado nacional. En poco tiempo amplió el negocio y creó una factoría de envasado y distribución de aceite con denominación de origen,  y como no tenía suficiente con la producción propia, adquiría el producto en toda la comarca para distribuirlo después por toda la geografía española. Era un hombre emprendedor  e imaginativo, y no se conformó con la venta del verde líquido; años más tarde, construyó una fábrica de derivados de  éste, como salsas, mayonesas,  aceitunas envasadas, etcétera.

Una vez, cuando tenía diez años, le pregunté:

—Papá, ¿nosotros somos ricos?

Él me miró con aquella inolvidable sonrisa suya y  me sentó en sus rodillas.

—Maribel, tu padre vela para que su familia viva cómodamente y sin problemas el resto de su existencia. Algún día todo esto será para ti y tendrás que tomar una gran decisión: continuar con la tradición… o venderlo todo y gastártelo en juergas —dijo con una alegre carcajada—. Pero te aseguro que nunca tendrás la infancia  que yo tuve.

Papá se equivocó en parte. No tuve su infancia solitaria, es cierto, pues fui una niña feliz  y mimada que vivía en una bonita casa. Además, conté con mi padre como mi mejor compañero de juegos, y recuerdo que todos los chicos de mi pandilla me envidiaban porque estrenaba un juguete cada semana. Sin embargo, quedé huérfana como él demasiado joven, y en estos momentos mi vida sería muy  diferente si no me hubiera dejado tan prematuramente. Dicen que el tiempo lo cura todo, pero la herida que su ausencia me causó sigue abierta y aún hoy duele, con un dolor que no han mitigado los analgésicos de la memoria. Con su inesperada marcha perdí la oportunidad de tomar la gran decisión que él auguró para mí sobre qué hacer con la herencia que pensaba dejarme; otros lo hicieron otros en mi lugar. Yo  heredé  únicamente una juventud tan llena de incertidumbre y soledad como había sido la suya.

La ausencia de mi padre no fue sólo física e influyó en nuestra economía familiar. Los negocios habían  aumentado en volumen, pero también en riesgo. La construcción de la fábrica había  necesitado grandes sumas de dinero que se sostenían con préstamos e hipotecas sobre las tierras de cultivo. Él era el alma, el corazón y las manos de aquella industria,  un excelente gestor que entendía el negocio. Pero los bancos no, y todos sus sueños se desplomaron como un castillo de naipes cuando murió. Papá fue  un hombre  generoso y confiado; demasiado, creo yo, pues ofreció su amistad a socios y colaboradores que no la merecieron y que tardaron poco tiempo en actuar con mezquindad tras su muerte. Los acreedores se lanzaron sobre nosotros como buitres sobre la carroña, adjudicándose las tierras y la fábrica por menos de la mitad de su valor.

El resultado obtenido tras la liquidación de los activos nos proporcionó una  renta vitalicia para tener una existencia holgada, aunque sin excesivos lujos. Pero para mi madre no fue suficiente, pues estaba instalada en una cómoda vida social. Sus numerosos compromisos le exigían un nivel de gasto al que no estaba dispuesta a renunciar, así que decidió vender también el que había sido mi hogar desde que nací, en la calle Lucano, junto a la plaza del Potro: «la casa grande», como empecé a llamarla cuando nos mudamos a un confortable y céntrico piso en el paseo de la Victoria. El día que pisé por última vez aquella casa es otra fecha marcada a fuego en mi memoria. Lloré al abandonar mi habitación y las cajas llenas de  juguetes.

Con el tiempo traté de adaptarme a la nueva vida en soledad, aparentando una normalidad que no era tal. Parecía estar asida a una endeble estaca que se empeñaba en continuar erguida, aunque a veces amenazaba con caer al suelo y arrastrarme tras ella. Mamá se  erigió en cabeza de familia y trató de inculcarme su estricta disciplina, pero aquello  hizo germinar en mí un brote de rebeldía  hacia todo lo que ella representaba.

2

Había pasado una semana desde el último encuentro con mi amigo Fali y de nuevo aquel sábado regresaba al barrio, aunque esa vez por diferentes razones: mi tía Lina nos había citado a mi madre y a mí a la hora del almuerzo en su casa de la calle Lineros. Ella había significado un gran apoyo para mí tras la muerte de papá, pues sentía auténtica adoración por su hermano, del que siempre se sintió responsable por ser la hermana mayor. Papá, que era un hombre  tradicional, también había estado muy unido a ella.

Aquella mañana me tocó trabajar en la agencia de viajes, y a la una y media me dirigí directamente a la  casa familiar. Al pasar por la terraza del hotel de Fali, éste me invitó con un gesto a sentarme con él.  Mi madre llegaría más tarde, sobre las dos y media, así que acepté la cerveza que  mi amigo me brindaba desde lejos. Al acercarme advertí que compartía la mesa con un hombre de edad.

—¡Bienvenida al barrio de nuevo, hija pródiga!

Fali se levantó para recibirme con un cariñoso beso y, acto seguido, hizo la oportuna  presentación de su acompañante.

El  rostro de aquel hombre tenía una  peculiar sonrisa, y bajo su espesa barba entrecana y su ensortijado cabello oscuro reconocí de inmediato  al individuo a quien había estado observando la semana anterior mientras rezaba en el patio de los Naranjos de la mezquita-catedral.

—Éste es mi buen amigo Isaac. Es judío, descendiente de sefardíes.

—Un placer. —Le tendí la mano.

—Creo que ya nos conocemos —dijo en respuesta a mi saludo.

—Pues… no estoy muy segura —respondí, aparentando duda. Por lo visto él también había reparado en mí la semana anterior.

—Me parece recordar que nos vimos en el patio de los Naranjos hace pocos días.

—¡Ahora caigo…! exclamé, como si acabara de refrescar mi memoria  en aquel preciso instante—. Usted también estaba allí, sentado en el muro, junto a la rampa… Precisamente ese día estuve visitando la casa de Fali y me enseñó unas inscripciones hebreas que había descubierto en el sótano.

—Es el amigo de quien te hablé. —Fali señaló a Isaac—. Fue él quien me reveló de qué trataban esos escritos.

—¿Y qué hace en Córdoba un descendiente de sefardíes? —me interesé.

—Soy anticuario.

—Isaac tiene su tienda de antigüedades en la calle de las Comedias, junto a la calleja de las Flores.

—Ah, sí, la conozco —indiqué. Solía pasar a veces por allí cuando desde el centro iba a casa de mi tía; acostumbraba visitarla por las tardes porque a mediodía la zona estaba repleta de turistas y el paso resultaba incómodo. Recordaba haber visto una vieja tienda, iluminada a duras penas, llena de muebles antiguos en perfecto orden—. Entonces habrá tomado como un sacrilegio la travesura de Fali con esa inscripción…

—Eso es un secreto —bromeó el aludido al tiempo que se posaba el dedo índice sobre los labios.

—No contenía nada especialmente importante —me informó Isaac—; sólo nombres y salmos religiosos.

—Espero no tener más problemas, ahora que  me han concedido el permiso para la  demolición —dijo Fali  con alivio.

—¡Vaya! ¡Enhorabuena! Por fin podrás comenzar las obras de ampliación.

—No me felicites todavía. Aún rezo para que no encuentren restos arqueológicos bajo los cimientos. En esta zona pueden aparecer ruinas de edificios romanos, visigodos o árabes… aunque judíos, seguro que no.

Pasé un agradable rato con ellos. Mi frustrada profesión de historiadora y mi innata curiosidad  contribuyeron a interesarme por su opinión sobre las huellas del pasado hebreo en Córdoba. Comentamos el auténtico emplazamiento del antiguo barrio judío, que algunos analistas locales delimitaban al norte por la puerta de Almodóvar —cuya muralla cercaba el barrio por el lado occidental—, y al sur con la calle Torrijos, en el lado oeste de la mezquita-catedral, donde hoy se encuentra el palacio de Exposiciones y el palacio Episcopal; el recorrido  en sentido ascendente  se cerraba  hacia  la calle Deanes,  a la altura de la calle Almanzor. En esa zona apenas quedan huellas del pasado hebreo en la actualidad, excepto el edificio más representativo de la vida social judía durante la Edad Media: la sinagoga, construida  a comienzos del siglo XIV.  Según Isaac, el único vestigio del  legado judío en la zona es el trazado de sus callejuelas, en las que abundan pasajes particulares sin salida —llamados «adarves»— que posiblemente  se cerrarían con puertas por la noche. También se conservan algunos restos —escasos; más bien plantas y restos de muros— de casas dispuestas en torno a un patio central, al uso de la tradición arquitectónica judía. Isaac comentó que él vivía en una de esas viviendas.

—¿Y qué hay de la casa de Fali? No está dentro de los límites de la judería y su estructura no se parece a las que usted describe.

—La comunidad hebrea en España sufrió diversos períodos convulsos a lo largo de la historia. Uno de los más cruentos de ellos tuvo lugar a finales del siglo XIV. Concretamente en 1391 se desencadenó una oleada de violencia antijudía en Sevilla y Córdoba encabezada por el arcediano de Écija, Ferrán Martínez. Los supervivientes de los saqueos y las matanzas que tuvieron lugar entonces se vieron obligados a renegar de su fe y bautizarse o a dejar su casa; las sinagogas se convirtieron en iglesias, y el barrio judío  fue  repoblado por cristianos, quedando integrado en la ciudad. Muchos judíos se convirtieron al cristianismo, pero otros abandonaron su hogar. La expulsión definitiva se produciría en 1492,  por orden de los Reyes Católicos. En el caso de los inquilinos de esa casa, la de Fali, las fechas  que aparecieron en el muro coinciden con los años posteriores a  la revuelta de 1391. Seguramente sus moradores se convirtieron al cristianismo, aunque, como hemos comprobado, mantenían en secreto su originaria tradición. Esto era muy frecuente entre los judíos conversos: se cambiaban el nombre por otro cristiano, recibían el bautismo y acudían a misa aparentando ser fervorosos creyentes, pero en la intimidad seguían manteniendo sus costumbres y la religión de sus ancestros.

Isaac destilaba serenidad con su voz pausada y aquel acento tan peculiar y gutural. Tenía una mirada franca y miope, y su erudita conversación me fascinó ya en ese primer encuentro.

—Bueno —dije mirando el reloj—. Es hora de cumplir con mis obligaciones familiares. Ha sido un placer conocerlo, Isaac. —De nuevo le tendí mi mano, esa vez para despedirme—. Espero que volvamos a vernos.

—Yo también lo espero, Maribel —respondió  al tiempo que me la estrechaba con energía mientras se levantaba.

—Hasta pronto, Fali -dije a mi amigo, y le estampé un  sonoro beso en la mejilla.

—Da recuerdos a tu madre. A Lina la veo a menudo.

—De tu parte.

Cuando llegué al antiguo hogar de mi padre, fue mamá quien me abrió la puerta, algo extraño pues Lina siempre acudía veloz para regalarme su franca sonrisa y un fuerte abrazo acompañados de sus repetidos comentarios sobre lo delgada que estaba y  preguntándome si comía poco. Ella era algo recia y, aunque siempre decía que estaba a dieta, nunca faltaban para la merienda los dulces de la pastelería cercana a la iglesia de San Pedro. Miré a mamá y percibí en sus ojos un brillo desacostumbrado, pero no hice ningún comentario. Después accedí al salón y hallé a Lina sentada en una antigua mecedora de madera. Había también lágrimas en su rostro y tuve un mal presentimiento. Me senté en un sillón frente  a  ella suplicándole una explicación.

—¿Qué pasa, tita?

—No te preocupes, cariño. Es algo que tenía que pasar. Es ley de vida  —dijo tomándome la mano—. Maribel, estoy enferma; tengo leucemia. Me queda poco tiempo y debo dejar todos mis asuntos arreglados. Tú eres mi única sobrina y te quiero mucho; lo sabes, ¿verdad? —Sonrió al ver mi consternada mirada.

Asentí dos veces sin atreverme a pronunciar una sola palabra a causa del nudo que tenía en la garganta.

—He decidido que esta casa sea para ti. Hablé con el hijo de un vecino que trabaja en el despacho de un notario, y me ha aconsejado que, para  inscribirla a tu nombre y ahorrar un buen dinero, sería conveniente que hiciéramos ahora un contrato de compra-venta. De esta forma no tendrías que pagar tantos impuestos cuando yo me haya ido. Lo que se llevaría Hacienda te lo quedas tú.

Sonreí sin ganas por la ocurrencia. Ella tenía  todo lo que me recordaba a mi padre: la viveza de sus ojos —ahora lánguidos y cansados— y  el sentido del humor hasta en los peores momentos. No pude evitar que mis lágrimas escaparan sin control.  Me acerqué a ella y nos fundimos en un cálido abrazo; entonces estallé en un fuerte llanto.

—Cariño, tienes que ser fuerte. Al menos podremos despedirnos… Quiero disfrutar de vuestra compañía  el tiempo que me queda. Sois mi única familia.

—Te vendrás con nosotros. Vamos a cuidarte hasta…. —No pude seguir hablando.

—Ya le he insistido, pero no se aviene a razones —replicó mi madre con  tristeza.

Lina tenía la rara habilidad de ganarse el cariño de todos, a pesar de su ruda franqueza a la hora de expresar lo que sentía. Mamá la apreciaba sinceramente, y explicaba a menudo que cuando papá le presentó por primera vez a su hermana, ésta se acercó a ella, la miró de arriba abajo y le dijo: «Julián y tú tenéis un carácter muy diferente, pero estoy segura de  que seréis felices». Y a pesar de que aquella dicha se diluyó al poco tiempo de vida en común, mamá siempre mantuvo una buena relación con su única cuñada.

—No puedes estar sola. Necesitarás atención y cuidados —insistió mi madre, tratando de convencerla.

Lina seguía negando con la cabeza  todas nuestras objeciones.

—Quiero morir en mi cama. Iré a visitaros mientras pueda y después… ya veremos.

—Pues entonces no pienso firmar ningún documento sobre la casa. ¡Que se la quede el Estado! —exclamé enfadada para  presionarla.

—¡Eso ni pensarlo! —Respondió mi tía haciendo acopio de sus escasas energías—. Es tu casa; nuestra familia lleva casi un siglo viviendo aquí, y ahora te toca  a ti. ¡Y no se hable más!

—Entonces me vendré a vivir aquí, contigo —dije sucumbiendo a sus deseos.

—Está bien… —Exhaló un hondo suspiro—. Voy a necesitar ayuda, y no puedo obligaros a dejar vuestra casa ni a cambiar de vida; no quiero ser una molestia. Me iré con vosotras, pero con una condición… —Se dirigió a mí—. Prométeme que encenderás todos los días una vela en el altar dedicado a san Rafael, en memoria de los que ya no están con nosotros. Hazlo por tu padre, y por los míos.

—Prometido. —Asentí con la cabeza—. Todos los días, sin faltar uno. Por nuestros difuntos.

—Tengo que hacer limpieza y tirar montones de trastos viejos. Sé que cuando salga de aquí  ya no regresaré, y debo despedirme de…. —Esa vez  su voz se quebró.

—No te preocupes, tita; te ayudaré a recoger todo lo que necesites.

Solicité una semana de vacaciones en el trabajo y me trasladé a la casa de la calle Lineros, con Lina. Juntas vaciamos de cosas inservibles los cajones y los muebles, y llevé a la parroquia de San Pedro numerosas bolsas de enseres y ropa. Llenamos también un montón de cajas con cachivaches que dormían amontonados en el sótano. Aquel espacio dejó de ser una cueva oscura repleta de telarañas para convertirse en una estancia espaciosa que recibía una tenue luz desde el patio  trasero de la casa a través de unos pequeños tragaluces horizontales situados en la parte superior del muro del fondo.

La casa de mi abuelo era antigua pero acogedora. La vieja  puerta que daba a la calle era marrón canela, decorada  con  tachuelas del tamaño de una galleta formando líneas paralelas; la parte inferior estaba rematada por un revestimiento metálico  de color negro, así como la cerradura, la cual la abría una llave tan larga como la palma de mi mano. El zaguán, con suelo de pequeñas baldosas de barro, granate y verde, y  paredes alicatadas con un azulejo árabe desgastado, daba acceso a través de una cancela  de hierro a un  hermoso patio circundado de columnas, en cuyo centro había una fuente de piedra cubierta de verdín y rodeada de macetas atiborradas de flores que desprendían un agradable aroma. Lina fue regalándolas a sus vecinas; las baldosas del suelo acusaron entonces las huellas del tiempo con rodales más claros que acentuaron la soledad en que quedó la fuente. Después cubrimos los muebles con telas y cortinas viejas. Y por fin, el último día de aquella semana,  mi tía se decidió a  preparar  su equipaje.

—Sube conmigo, quiero enseñarte algo —me pidió  con  una mirada misteriosa.

Accedimos al dormitorio principal, una luminosa  habitación a cuyo centro de la pared izquierda se acomodaba una cama con cabecero negro de hierro forjado que formaba un caprichoso dibujo geométrico. Era muy antigua, pero  poseía  una clásica elegancia que la hacía destacar en la espaciosa estancia. En la pared opuesta había un armario empotrado de lado a lado. Lina se dirigió hacia  él y abrió la puerta de la izquierda, junto al balcón que daba a la calle. El  interior estaba  forrado en madera oscura y contaba con estantes horizontales repletos de toallas y  sábanas bordadas sin estrenar.

—¿Éste es tu ajuar?

—Sí, y ahora es para ti, pero vamos a dejarlo aquí —dijo introduciendo la mano entre  los montones de ropa de hogar que expelían un delicado aroma a lavanda.

De pronto me pareció que el fondo del mueble se movía y me abalancé para sujetar los estantes, creyendo que iban a derrumbarse hacia atrás. Ella tomó mi mano con una tranquilizadora sonrisa mientras la pared  se deslizaba hacia dentro como una puerta. Un oscuro pasadizo apareció ante nosotras.

—¿Qué es? —pregunté con los ojos fuera de las órbitas.

—Un escondite secreto. Esta vetusta casa guarda pasajes ocultos. Tu abuelo la heredó a la  muerte de su madre en 1932. Él adoraba a tu bisabuela Pura, según me contó la tata Juana. —Suspiró moviendo la cabeza—. Su muerte supuso un fuerte golpe para él; por esa razón decidió marcharse a París para cambiar de aires y dedicarse a su auténtica vocación: la pintura. Allí conoció a mi madre y fue feliz durante unos años. Por desgracia, cuando empezaba a despuntar con su arte mamá murió, los alemanes invadieron Francia y decidió regresar a España, con nosotros. Después vino la cárcel y…—Hizo un gesto de tristeza y  quedó callada.

—¿La cárcel? —pregunté pasmada—. Papá nunca me contó nada de esa etapa del abuelo…Me dijo que vivió en París en los años treinta y que regresó allí y se dedicó a viajar después de la Segunda Guerra Mundial para seguir con su carrera artística.

—Bueno… —Mi tía sonrió—. Eso es algo de lo que nunca se hablaba en la familia. Es más, estoy segura de que ni siquiera tu madre lo sabe.

—¿Por qué fue a la cárcel el abuelo Tomás?

—Imagino que por motivos políticos —dijo encogiéndose de hombros—. Ya sabes, la posguerra, los años cuarenta… Cuando se produjo el golpe de Estado, él estaba en Francia. Luego regresó con nosotros, al poco de terminar la Guerra Civil, y halló un país sometido a una dictadura. Él… Bueno, él era un artista, bohemio y rebelde. No sé, quizá se metió en líos y lo encarcelaron. Después de aquello su padre lo repudió. Siempre habían vivido enfrentados, pues quería que él siguiera la tradición y se ocupara de las tierras. Tomás era su único hijo varón, el primogénito, y tenía que hacerse cargo del patrimonio familiar, pero a mi padre no le interesaba el campo, así que fue el marido de mi tía Begoña quien tomó las riendas cuando él se marchó.

—¿Y tu madre? Papá me contó que no la recuerda.

—Yo tampoco. Era francesa y murió cuando tu padre apenas caminaba. En septiembre de 1940 llegamos a España con tu abuelo y nos instalamos en esta casa. Juana se vino a vivir con nosotros. Era una mujer extraordinaria y nos cuidó mientras tu abuelo Tomás pasaba la mayor parte del tiempo viajando. Por desgracia, apenas disfrutamos de él  porque un año después lo detuvieron en Madrid y estuvo quince años en la cárcel.

—¿Y qué pasó con vosotros?

—Cuando lo encarcelaron, mi tía Begoña, que no tenía hijos, quiso hacerse cargo de tu padre y de mí, pero tu bisabuelo se negó, así que nos llevaron a un internado fuera de la ciudad. Al principio estuvimos juntos, pues tu padre sólo tenía dos años. Sin embargo, después nos separaron; a él lo enviaron a un colegio para chicos de esta provincia y a mí me trasladaron a otro de religiosas situado en Sevilla. En ellos crecimos hasta que mi padre salió de la cárcel, cuando ya éramos adolescentes. Aquéllos años fueron muy duros para mí; apenas veía a mi hermano y añoraba a mi padre.

—Bueno, al menos teníais una madre, Begoña, aunque fuera… postiza.

Lina me miró, enarcó una ceja y esbozó una sonrisa forzada.

—¿Una madre, mi tía Begoña? Esa mujer nunca se comportó con nosotros como una madre. Ni la madrastra de Blancanieves fue tan mala. Jamás he conocido a nadie tan retorcido, tan egoísta, tan falso… Mi única ilusión al regresar en vacaciones a aquella casa era la de reunirme con tu padre. Begoña era amable ante sus amigos, la tenían por la mejor anfitriona de la ciudad y la más generosa. Se encargaba personalmente de un orfanato, visitaba enfermos, una vez por  semana ofrecía comida en la puerta de la casa, iba a misa a diario y entregaba dinero a la Iglesia para los pobres, toda una benefactora de la comunidad… Pero nadie la conoció en la intimidad como nosotros, cuando nos azotaba con el cinturón de su marido simplemente por no haber dado las buenas tardes al entrar en la sala, o nos encerraba a oscuras en el sótano, aquella habitación pequeña llena de ratones, por no haber terminado el plato, o nos ataba a una silla y nos obligaba a ingerir cucharadas de ese asqueroso aceite de bacalao, tan bueno para los niños, según ella.

—Ahora que lo dices, recuerdo que mi padre me contó que una vez vuestra tía lo dejó en el jardín casi desnudo en pleno mes de enero porque no quería ponerse una camisa de su tío que le quedaba muy grande… Y en otra ocasión lo tuvo sin comer durante dos días porque a papá no le gustaba el guiso de garbanzos con espinacas del almuerzo.

—Sí, la tía Begoña tenía esas ocurrencias; era su forma de educar.

—Y cuando tu padre salió de la cárcel, os trasladasteis aquí otra vez…

—Sí. Dejamos por fin el internado y a la bruja Begoña. Pero mi padre vino muy enfermo. Fueron demasiados años de soledad y reclusión. Su familia no se dignó visitarlo durante su encierro ni le envió alimentos o dinero. Se desentendieron de él, lo olvidaron por completo. Y cuando papá recuperó su libertad no pudo dejar la cama durante los pocos meses que estuvo entre nosotros. Sufría fuertes dolores y fiebre, y apenas estaba consciente. Había perdido las ganas de vivir, fue un hombre muy desgraciado… —La tía Lina movió la cabeza con pena—. Tu padre y yo éramos aún menores de edad, y no supimos hasta unos años después de la muerte de tu abuelo que había estado en la cárcel y todo lo que había padecido. Recuerdo que cuando regresábamos a la casa de Begoña durante las vacaciones del internado, Juana nos leía en secreto las cartas que él nos enviaba, pues la tata las escondía cuando llegaban en el correo para que mi familia no las devolviera. En ellas nos contaba que estaba en París, y que era amigo de pintores famosos, de poetas y  escritores. También nos hablaba de nuestra madre; decía que fue una mujer guapísima y que yo me parecía mucho a ella. Pero todo era mentira. El pobre las escribía desde la cárcel.

—Entonces ¿tampoco tú  recuerdas nada de tu madre?

—No, la única imagen que conservo de aquella etapa de mi niñez es la de una casa enorme con un jardín en el que había muchos niños. Creo que debe de tratarse de un colegio, pues había varias mujeres cuidando de nosotros.

—¿Nunca conociste a alguien de la familia de tu madre? No sé… ¿quizá un hermano?

—No. Antes de morir, en uno de sus escasos momentos de consciencia, mi padre pidió a un abogado que enviara algunas cartas a Francia para localizarlos, y dejó escrito en su última voluntad que nombraba a Juana nuestra tutora legal mientras no apareciera algún familiar de mi madre que se hiciera cargo de nosotros; pero nunca se recibió respuesta ni vino nadie a buscarnos. La tata Juana se quedó aquí y nos cuidó. Menos mal… porque yo no quería volver a aquella casa y tu padre tampoco.

—Pues mi madre sí quería vivir allí. Recuerdo que reprochaba a mi padre continuamente que hubiera vendido aquella maravillosa mansión señorial cuando la heredó…

—Lo sé, Pilar me pidió que tratara de convencer a tu padre. —Sonrió con malicia—. Pero lo apoyé para que la vendiera; entendía sus motivos, yo tampoco habría querido vivir en un hogar  que me traía tan malos recuerdos.

Accedimos al estrecho corredor, mucho más profundo de lo que parecía a primera vista. Lina encendió una  pequeña linterna e iluminó aquel espacio de paredes canelas y suelo de baldosas antiguas de barro. Descubrí  en el fondo un armario de madera parecido a un  comodín.

—¿Es aquí donde guardas tus tesoros, tita? —Señalé dos viejas cajas metálicas cuadradas de una marca conocida de cacao.

—Eso era de tu abuelo. Contienen documentos y cartas que se recibieron en  casa de su padre durante los años que él estuvo preso.

—¿Quién las escribió?

—No lo sé. Juana las guardaba, como hacía con las que mi padre enviaba desde la cárcel.

—Puede que fueran de amigos o familiares que querían saber de él durante el tiempo que estuvo encerrado. —Tomé algunos sobres. Advertí que estaban cerrados y que en la mayoría de ellos no constaba remitente—. ¿Por qué no las abrió tu padre?

—Tu abuelo Tomás estaba muy enfermo, con una fiebre muy alta que le provocaba delirios y fuertes dolores. Sólo poco antes de morir recuperó la consciencia, y fue para despedirse de nosotros.

—¿Y tú? ¿No intentaste averiguar algo sobre su pasado? Quizá algunas cartas eran de tu familia materna…

—Una vez abrí una, pero estaba en francés. Las monjas con las que crecí en el internado decían que los idiomas no eran necesarios para una mujer, quien sólo necesitaba saber coser y cocinar, así que nunca pude leerlas y las guardé como recuerdo —me explicó tía Lina—. También hay más cosas de mi padre en el sótano.

—¿Qué cosas?

—Cajas con cuadros, figuras y baúles con ropa. Allí hay otro falso pasillo tras el muro del fondo. Lo construyó él mismo cuando llegamos de Francia en 1940. Yo era apenas una niña de cuatro o cinco años, pero tengo bellos recuerdos de aquellos días, de cuando papá regresaba de sus viajes y yo lo ayudaba a guardar en el escondrijo del sótano  las cajas que traía del extranjero. Para entrar, tienes que introducirte en la pequeña alacena empotrada en él y empujar con fuerza la pared de la derecha. Es  la puerta secreta.

—¿Y por qué los escondía en ese pasaje?

—Eran los años de la posguerra, y con Franco recién instalado en el poder todo el mundo tenía secretos… y mucho miedo. Antes de morir, mi padre nos hizo prometer a Julián y a mí que nunca revelaríamos a nadie la existencia de ese refugio ni lo que había dentro, ni siquiera a la tata Juana. También nos dijo que algunas de las cosas que había allí no eran suyas, pero que pertenecían a nuestra familia y debíamos mantenerlas guardadas hasta que vinieran a por nosotros.

—Pero no apareció nadie…

—Nadie —repitió—. Ahora te tocará a ti mantener este secreto. Cuando tu abuelo Tomás murió, tu padre y yo entramos en ese escondrijo, y encontramos una buena colección de cuadros pintados por él. Años después escogimos los más bonitos y encargamos los marcos a un carpintero amigo de la familia para adornar esta casa y la vuestra de la calle Lucano. Por cierto, no he vuelto a entrar en ese pasadizo desde hace más de veinte años. Debe de estar lleno de telarañas… ¡Te va a tocar a ti limpiarlo! —Sonrió—. Bueno, Maribel,  aquí está mi tesoro.

Tomó del estante una caja plateada del tamaño de una caja de zapatos. Se  inclinó para abrirla  con una pequeña llave que llevaba colgada al cuello en su cadena de oro junto a la medalla de la Virgen del Carmen, y al incorporarse me mostró el interior: estaba llena de  fajos de billetes.

—¿De dónde has sacado este dinero? —pregunté, no sé si sorprendida o asustada.

—De mi herencia, y del rendimiento de las tierras que tu padre me pagaba cada año tras finalizar la cosecha, a pesar de que no tenía obligación pues a la muerte de nuestra tía Begoña fue él quien heredó todas las propiedades y yo sólo recibí una cantidad de dinero. A pesar de ello, mi hermano consideró que no fue un reparto equitativo, y además de ese pago anual me cedió su parte de esta casa que los dos recibimos en propiedad tras la muerte de tu abuelo. Así era él, un hombre bueno.

—El mejor —añadí con los ojos húmedos.

—Ahora este dinero es  tuyo. Trescientos mil euros. Y la casa. Todo vuelve a ti.

—¿Para mí? Pero… —Estaba tan desconcertada que apenas pude balbucir esas palabras—. Pero no lo necesito. Debiste gastarlo, tita.

—Tú vas a disfrutarlo mejor que yo.

—No puedo aceptarlo. Con este dinero aún puedes pagar  el tratamiento para….

—No, Maribel. Mi sentencia está dictada y no quiero alargar mi agonía.

Durante unos instantes no supe qué decir.

—Pero ¿por qué lo guardas aquí? No es un lugar seguro. Deberías haberlo depositado en un banco  —la regañé con suavidad.

—¿En un banco? ¿Para que después Hacienda se lleve un buen pellizco en impuestos? No, hija mía, este dinero no te lo arrebatará nadie; es para ti. Vas a necesitarlo para reformar la casa de arriba abajo. Es demasiado grande y se ha quedado vieja. Conozco un par de albañiles que podrían hacer un buen trabajo, y además no te harían factura…. —Me hizo un guiño de complicidad.

—Te lo agradezco mucho, tía, pero….

—Ni un pero más. Tú eres mi única familia, y esto es tuyo. Eres el último miembro de los Ordóñez y heredarás lo que queda de nuestro patrimonio.

Dejé escapar un suspiro, sobrecogida y desconcertada aún por aquel inesperado regalo.

—¡Eres un caso, tita!  Por eso te quiero tanto —dije abrazándome a ella con lágrimas en los ojos.

—Te lo mereces. Quiero que recuperes la vida que perdiste cuando tu padre murió.  Él luchó para que nunca te faltara nada.

—Y nunca me faltó nada… Sólo él.

Las lágrimas se derramaban ya sin control por mis mejillas. Lina me abrazó, emocionada, compartiendo mi llanto.

—Únicamente te hago una súplica: no  vendas nunca esta casa. Aquí nació tu bisabuela, vivió tu abuelo, tu padre y yo misma… Éstas son tus raíces.

—Te lo prometo. Algún día viviré aquí y criaré a mis hijos, y… seguiré encendiendo una vela por la familia en el altar de san Rafael todos los días.

Los recios muros de aquel pasaje fueron testigos de mi sincera promesa, inundando de paz esa alma moribunda anhelante de aligerar su equipaje de posesiones terrenales para partir con otro más profundo: el de mi amor, mi agradecimiento y mi recuerdo eternos.

Lina se marchó sin hacer ruido. Su estado empeoró apenas dos semanas después de trasladarse a nuestro piso y ofrecernos su dulce compañía. Cuando dejó de ingerir alimentos, mi madre y yo sospechamos que su final estaba cerca y decidimos llevarla al hospital. Murió dos días más tarde, feliz, consciente hasta el último suspiro, estrechando mi mano  con  una sonrisa serena.

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