Prólogo
23 de mayo de 1.982
El vestíbulo del Hotel St. James, enclavado en el centro del West End de Londres, estaba repleto de cámaras, periodistas y numerosos invitados. El salón de conferencias ultimaba los preparativos para el inicio de la multitudinaria rueda de prensa convocada por la famosa novelista Claire Evans. Existía gran expectación por conocerla, ya que se trataba de la primera aparición pública tras obtener un éxito abrumador con sus últimos trabajos. Por primera vez rompía su anonimato y el motivo no era otro que haber recibido el premio Whitbread, uno de los más prestigiosos de las letras inglesas, con su libro “Inocentes secretos”, que se había convertido en un acontecimiento literario a nivel mundial. El enigma sobre su identidad era otro valor añadido a la presentación, pues circulaba el rumor de que podría ser un hombre el verdadero autor de aquellas célebres obras.
En la puerta principal, un grupo se fue abriendo paso entre el público, indicando la llegada de la protagonista del evento. En la tribuna principal tomó asiento una elegante mujer de melena lisa y castaña vestida con chaqueta y falda de lino color marfil y camisa a juego. Los pendientes, unos pequeños diamantes engarzados en oro blanco, infundían el toque juvenil y elegante a un delicado y expresivo rostro cuyo rasgo más sobresaliente eran los profundos ojos azules. En cuanto a su edad, no era posible adivinar si había cumplido los treinta o los había rebasado con creces. Tenía una mirada dulce y acogedora, sin rastro de la característica excentricidad de otros famosos y encumbrados escritores.
Tomó la palabra el representante de la editorial y realizó la presentación de la obra al público presente, ansioso por conocer algo más sobre la famosa y enigmática escritora. A continuación se inició la rueda de prensa ante los periodistas allí congregados:
-Señora Evans ¿Es éste su auténtico nombre o un alias? Y si es así, ¿Tiene algún motivo especial para no utilizar el suyo propio?- era la pregunta del corresponsal de una cadena de televisión.
-Es un pseudónimo. Me gusta vivir como una ciudadana normal, así preservo mi intimidad y la de mi familia.- Su voz era segura y templada, y el indefinido acento inglés hacía imposible ubicarlo en una zona concreta del país.
-¿Dónde tiene fijada su residencia actualmente?
-Ni siquiera firmo mis obras, así que me disculpará si no respondo a esa pregunta – respondió la escritora con cierta incomodidad provocando un murmullo en la sala.
-¿Es cierto que destina gran parte de los beneficios generados por sus libros a organizaciones humanitarias y religiosas?-. La joven periodista de una revista especializada no renunciaba a destapar el morbo.
-Les recuerdo que han sido convocados para comentar mi trayectoria profesional, no la personal, aunque puedo responderle que estoy profundamente implicada en el desarrollo social y cultural de las clases menos favorecidas y participo activamente en diferentes instituciones.
-Desde que publicó su primera novela, hace cuatro años, sus obras han evolucionado tanto en estilo como en el tema abordado. ¿Cómo le llega la inspiración, desde su aislamiento, para crear historias tan diferentes y al mismo tiempo actuales?
-De la propia experiencia. He vivido con una intensidad envidiable y procuro plasmar hechos reales en mis relatos; la mayoría han surgido a partir de un banal incidente, aunque después he añadido un toque de ficción con el fin de crear una historia atractiva.
-Sin embargo, usted narra en esta última novela unos hechos apasionantes que asegura haber vivido ¿Son verídicos o ha introducido también una dosis de misterio y acción para aumentar el interés?
-Este libro es una excepción. En él no hay ficción, se lo aseguro. Todo lo que cuento sucedió hace unos años, pero solo ahora he tenido el suficiente valor para plasmarlo en el papel; la única inexactitud que hallará en la historia es el lugar y los nombres de los personajes, que he ocultado por evidentes motivos de seguridad.
-¿Es verdad entonces que consiguió desenmascarar a un asesino en serie y estuvo a punto de ser la siguiente víctima?
-Todo lo que he escrito es cierto, dolorosamente cierto.
-¿Y no le preocupa la posibilidad de sufrir algún tipo de represalia por haber sacado a la luz este testimonio?
-Las leyes que rigen el país donde sucedieron los hechos no son demasiado severas con esa clase de delitos, y es posible que el psicópata que los cometió se encuentre actualmente en libertad, pues es un hombre muy influyente. Pero no temo por mi integridad física; vivo muy protegida, en un lugar seguro y de difícil acceso a personas ajenas a mi entorno.
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25 de julio de 1.978
El barco acababa de atracar y amanecía un húmedo y caluroso día. Ann Marie no estaba segura de querer salir al exterior, pero unos golpes en la puerta del camarote la hicieron reaccionar. Era el mozo informando que las rampas estaban listas para el desembarque. La partida desde Londres una semana antes se le hacía muy lejana, casi irreal, tras un agotador vuelo con escalas en diferentes ciudades africanas con dirección a Johannesburgo, el posterior traslado en tren hacia Durban y la larga travesía en barco desde aquella ciudad portuaria hasta la isla de Mehae. Miró por última vez hacia el interior del pequeño recinto; toda su vida estaba guardada en dos pesadas maletas que contenían libros, diarios y fotos, unas valiosas pertenencias que la habían acompañado gran parte de su vida. Podría instalarse en cualquier parte del mundo y solo con abrirlos se sentiría como en casa.
Al abrir la puerta, una sensación de inestabilidad se apoderó de ella, y admitió que no era provocada por el vaivén del barco, sino por el miedo al futuro que le aguardaba en tierra firme. Había abandonado su país y su pasado para embarcarse en una aventura incierta que estaba a punto de iniciar, tras contraer matrimonio por poderes con un hombre al que no conocía y cuya única referencia era su hermano Joseph Edwards, un gran amigo que, junto con su esposa Amanda, la persuadió de la necesidad de dar un completo giro a su vida al advertir cómo le había afectado la escabrosa experiencia de su reciente divorcio. Las incómodas negociaciones con su ex marido y los problemas económicos que padeció en los últimos meses le parecían ahora lejanos e irreales, pero el miedo a cometer un nuevo error le provocaba escalofríos. Había tomado una decisión arriesgada y por primera vez se había entregado al azar. Había apostado a doble o nada y aquella era su última carta.
Ahora se llamaba Ann Marie Edwards, la flamante esposa de Jake Edwards, un aventurero inglés que logró echar raíces en aquella pequeña isla perteneciente a Sudáfrica, situada en un punto del Océano Índico equidistante entre el noreste del país y el sur de la isla de Madagascar, donde las plantaciones de tabaco se habían convertido en su medio de vida. Él también había decidido casarse de nuevo tras la muerte de su primera esposa, que no le dio hijos e inundó de soledad las largas jornadas en la isla. Para Ann Marie aquel matrimonio suponía serenidad y estabilidad económica al lado de un desconocido del que tenía excelentes referencias a través de sus grandes amigos y ahora cuñados, los Edwards. Su sueño era ser escritora, poseía una firme vocación y gran imaginación para crear historias, y en aquel lejano y solitario lugar dispondría de tiempo libre para dedicarse a escribir; pensaba trabajar duro para conseguir llegar a ser alguien en el mundo de las letras.
Ann Marie nació en Londres. Su padre, de origen canadiense y diplomático de profesión, estaba destinado en la embajada de esta ciudad cuando conoció a su madre. Allí se casaron y al poco de nacer ella viajaron a los diferentes países donde fue trasladado. Ann Marie fue creciendo en un ambiente de recepciones y actos oficiales en los que se desenvolvía con naturalidad. Siempre fue sensata y juiciosa y creció sin que nadie reparase en este hecho, pues jamás ofreció conflicto alguno y aceptó sin objeciones todas las decisiones que su familia adoptó con respecto a ella.
Pero era demasiado joven para entender los problemas de los mayores, y cuando su padre le explicó que iban a separarse para siempre, se sintió abandonada. Tras divorciarse de su madre, marchó a un nuevo destino en Oriente Próximo, arruinando así el maravilloso futuro de aquella niña romántica que soñaba con bailar del brazo de algún apuesto joven en los elegantes salones de las embajadas donde había residido hasta los quince años. A partir de entonces se instaló junto a su madre en un elegante apartamento en el centro de Londres y pasó de niña a mujer de un brusco salto al vacío.
Aceptó con ingenua conformidad que su madre no pudiera ocuparse de ella como lo hacían el resto de las madres de sus amigas. Al principio la oía quejarse de la vista, estaba triste, exhausta, con frecuentes dolores musculares y calambres. Después su humor cambió radicalmente, pasando de estados de euforia a episodios de ira o depresión. Ann Marie culpaba al abandono de su padre la aparición de aquellos síntomas y le escribía suplicándole que regresara con ellas. Más tarde, el estado de su madre empeoró y comenzó a tener serios problemas para mantenerse erguida y caminar. Tras repetidas visitas al hospital e interminables análisis y pruebas, los médicos las enfrentaron al peor de los pronósticos conocidos: Esclerosis múltiple, un mal de naturaleza degenerativa cuya progresión era imparable.
Ann Marie dejó de salir con sus amigas para cuidar de su madre y hacerse cargo del hogar. Sin embargo, y a pesar de aquella dificultad, era feliz a su modo. Su desbordante imaginación la transportaba a diario a lejanos países donde vivía maravillosas aventuras que siempre tenían un final feliz. Por las noches, en la cama, encendía una linterna y leía bajo las sábanas sus libros preferidos, desde Cumbres Borrascosas hasta la Odisea de Homero, pasando por Joseph Conrad y sus historias de marinos. Creció amontonando cuadernos en los que plasmaba las fantasías que manaban de su mente, y escribía también un diario donde contaba sus experiencias cotidianas, una realidad que no debía olvidar con el paso de los años.
Y los años pasaron, y su cuerpo fue adquiriendo bonitas formas. Tenía el cabello castaño claro en una lisa y larga melena que brillaba con los rayos del sol. Sus perfectas facciones enmarcaban unos ojos grandes y azules sobre una nariz recta y algo respingona. Su boca era grande y ocultaban unos blancos dientes encajados a la perfección gracias al tratamiento de ortodoncia que sufrió durante la adolescencia. Pero no solo su cuerpo acusó aquel cambio. Las ansias de vivir intensamente crecían a diario, sobre todo al contemplar el estado vegetativo en que la enfermedad iba postrando a su madre, y se juró a sí misma que antes de terminar sus días habría vivido, aunque solo fuera sobre el papel, toda la felicidad que el destino negó a la persona más importante de su vida.
Con su padre mantuvo una discreta relación por carta. Había creado otra familia y en numerosas ocasiones la invitó a reunirse con ellos en fechas señaladas. Pero ella no quiso abandonar a su madre. Aquella hermosa mujer de cabello y ojos marrones que años atrás brilló con luz propia se había convertido en un ser vulnerable e incapaz de valerse por sí misma. Su dócil actitud ante los cuidados de Ann llegó a hacer creer a todos que había aceptado ya las consecuencias de la enfermedad y el destino que le aguardaba. Pero no era así. Estaba esperando una fecha. Ann iba a graduarse aquel mismo año y debía ir a la universidad.
El día que cumplió dieciocho años, su madre le pidió que organizara una fiesta e invitara a sus mejores amigas para celebrarlo. Fue una velada inolvidable para las dos. Por primera vez, desde hacía meses, Ann la vio reír; parecía que su profunda depresión estaba remitiendo y saldría adelante. Estaba segura.
-Ann Marie, mi pequeña; estoy tan orgullosa de ti…Eres un regalo del cielo…- le dijo tratando de abrazarla con sus desvalidos brazos.
-Vamos, anímate, mamá. Pronto pasará este frío invierno y podremos salir al parque a tomar el sol. Te sentirás mucho mejor.
-Debes tener tu propia vida, Ann, una vida que yo te estoy robando. Mereces ser muy feliz y quiero que vivas intensamente, hazlo por mí… Ese será mi regalo -replicó a punto de dejar escapar unas rebeldes lágrimas.- No olvides nunca cuánto te quiero…
-Yo también te quiero, mamá; eres lo único que tengo…- replicó emocionada estrechándola con sus brazos sobre la silla de ruedas.- No debes preocuparte por mí.
Aquel fue el último abrazo, la última confidencia que compartió con ella. Su luz se apagó esa misma madrugada. El médico explicó a Ann que la muerte le sobrevino súbitamente mientras dormía, pero las sospechas sobre la intencionalidad de aquella inesperada marcha la persiguieron siempre.
Aquel mismo otoño comenzó la Universidad para estudiar Lengua y Literatura inglesa; eran los rebeldes años sesenta, y aquel ambiente constituyó un revulsivo para su atormentada soledad. Fueron años de intensas experiencias, de la Guerra Fría, de manifestaciones en contra de la guerra de Vietnam aderezado con el fondo musical de John Lennon y su “Give Peace a Chance”. Ann continuó su pasión por la lectura, devorando autores tan dispares como la independiente Doris Lessing, convertida en un icono del feminismo, hasta Barbara Cartland y sus historias románticas que amenizaban las largas noches de soledad.
Tras la Universidad, siguió la intensa búsqueda de independencia económica, y fue en Cambridge, en la misma Universidad en la que había estudiado, donde encontró su primer trabajo como profesora auxiliar de lengua inglesa. En aquellos años comenzó a escribir relatos de aventuras dirigidos al público juvenil cuya protagonista y heroína era, por supuesto, una mujer.
Conoció a John Patricks en uno de esos momentos de introspección en que necesitaba un estímulo para comenzar a rodar; le aceptó con entusiasmo y le convirtió al poco tiempo en el centro emocional de su vida, descargando en él sus carencias afectivas y creyendo haber encontrado un punto de apoyo para su desarraigada soledad. John era médico y frisaba la treintena. Tenía la cara redonda y ojos de color miel, con una piel extremadamente blanca cubierta de oscuro vello que cubría sus brazos y parte del cuerpo. El pelo castaño y liso siempre estaba peinado hacia un lado, y su flemática mirada, de intensa seriedad, camuflaba la auténtica personalidad que se ocultaba bajo aquella máscara de autosuficiencia. Su voz sonaba firme y arrogante, con esa seguridad psicológica que ofrece la procedencia de una clase social privilegiada.
Se casaron tras un corto noviazgo y Ann hizo al fin realidad su sueño: un hogar propio, estabilidad y futuro en compañía de un hombre al que amaba profundamente. Tenía veinticuatro años y ante sí un horizonte prometedor. Atrás quedó su niñez en países exóticos y grandes mansiones que la habían marcado hacia la curiosidad por conocer diferentes costumbres, gentes y formas de vida; atrás quedó también la adolescencia plagada de soledad e incertidumbre junto a su madre enferma. Todas aquellas vivencias habían despertado en ella el anhelo de echar raíces y de pertenecer a un lugar concreto y definitivo.
Comenzaron una vida en común con luces y sombras, plagada de dificultades que solo Ann Marie veía. Tras los primeros meses de amor y rosas, la magia comenzó a desvanecerse al emerger el verdadero rostro del hombre al que había elegido por compañero, de carácter inmaduro y egoísta. Su fría actitud y el escaso sentido de la lealtad colisionaban a menudo con los ideales de ella y pronto surgieron los primeros desencuentros. John era hijo único, educado en una acomodada y convencional familia cuya madre se dedicó a él con devoción enfermiza mientras su padre apenas les dirigía la palabra cuando aparecía por el hogar, siempre ocupado en sus negocios, las partidas en el exclusivo club del que era miembro honorable o en compañía de su amante, a la que alojaba en un lujoso apartamento donde pasaba más tiempo que en su propia casa.
John anteponía su carrera a cualquier otra circunstancia, incluida su pareja. Era un hombre convencido de que siempre tenía razón, capaz de esgrimir un argumento convincente sobre un tema para, acto seguido, declarar lo contrario para la misma exposición y con la misma seguridad que con el anterior. Despreciaba a la gente que se dejaba llevar por sus impulsos emocionales, como si fuese incapaz de mostrar compasión, lo cual no significaba que no alentara a su esposa en los momentos de tristeza; pero la compenetración entre ambos no era plena; él solía decidir por ella sin contar con ella, y cuando Ann trataba de acercarse a él para pedir ayuda, tendía a dejarla con la sensación de que no estaba a su altura.
Tras la boda se instalaron en una bonita casa en cuya planta baja John estableció su propio consultorio. Fue una época en la que Ann Marie compatibilizó su puesto en la universidad con las prácticas de medicina junto a su marido, que acudía a un hospital durante el día y atendía a los pacientes por las tardes en la consulta tratando de hacerse con una fiel clientela.
El proceso de distanciamiento comenzó poco después del primer año de vida en común y fue un momento clave en el cambio de su relación. Su situación económica era solvente y decidieron adquirir por fin un hogar propio, pues hasta entonces vivían de alquiler. Ann encontró una amplia y acogedora casa, pero a John no le entusiasmó demasiado, de hecho adoptó la misma actitud que con las tres anteriores que ella le había mostrado. Ann buscaba en él la última decisión, decisión que nunca llegaba y que la hacía desistir de la compra.
Aquella casa estaba situada en una zona céntrica, con un pequeño jardín en la parte delantera y un soleado porche en la trasera. La construcción tenía algunos años, pero conservaba un encanto especial que le atrajo desde el primer momento. John se encogió de hombros aquella noche cuando le pidió su opinión.
-¿Ese gesto significa “si, no” o “haz lo que quieras”?- preguntó con un punto de irritación ante su pasiva actitud.
-No es exactamente la casa en la que habría soñado vivir…
-Dime entonces cómo es la casa de tus sueños- dijo con ironía- ¿Más grande? ¿Más nueva? ¿En otra zona?
-En otra ciudad. Me han ofrecido un puesto en un hospital de Londres. Mi padre es amigo del director y le ha hablado de mí. He quedado con ellos el viernes próximo para cenar en su casa y ofrecerle una respuesta afirmativa.
-¿Desde cuándo sabes eso?
-Desde hace dos semanas.
-¿Y pensabas decírmelo en algún momento o ibas a dejar que siguiera perdiendo tres tardes a la semana buscando una casa donde no tenías intención de vivir?- preguntó a punto de estallar de ira.
-Hasta ahora no había tomado una decisión.
-¿Y no pensabas preguntarme cuál era mi opinión al respecto?
-Esto es asunto mío, se trata de mi trabajo y estaba sopesando las ventajas e inconvenientes de aceptar esa oferta. Definitivamente es un gran salto en mi carrera y voy a aceptarlo.
-Y yo soy tu mujer y tengo derecho a ser consultada si quiero dejar mi trabajo aquí para marcharme contigo.
-Tu trabajo no es importante. Además, no lo necesitas. Podremos vivir cómodamente con mi sueldo.
-Pero es que yo quiero trabajar…-replicó firme como una roca.
-Está bien, haz lo que quieras; puedes encontrar otro en Londres. Allí hay más posibilidades para ti- replicó con una indiferente seguridad que la dejó fuera de juego.
En aquel momento supo que la vida a su lado iba a ser difícil. John vivía para él, y daba por sentado que ella también. Ann le había convertido en una prioridad, mientras ella solo era una opción para John. Sintió que él le había robado su identidad para utilizarla en su propia conveniencia.
Ann escribiría en su diario años después, tras su divorcio:
“Recordando ahora aquella etapa, concluí que de aquel matrimonio solo aprendí una lección: Nunca dejes de quererte a ti misma. Si no… ¿Quién va a hacerlo? Fue mi rebeldía la que me mantuvo firme en aquellos años en los que me sentí vapuleada por un hombre que se empeñaba en convencerme – o quizá convencerse a sí mismo- de que tenía prioridad en nuestra unión. Me asusta ahora lo mucho que me costó darme cuenta de lo que estaba pasando. Le acepté sin más, estaba ciega, y así habría seguido durante años si no llego a plantarme y dejar la partida. Su desmesurado ego me abrió los ojos… y las puertas de mi futuro.”