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Redmondtown, Irlanda, 2002
«La soledad es un lujo —se repetía Martin Conrad una y otra vez delante del ordenador—. Esto es lo que he deseado durante tanto tiempo: aislamiento y quietud para escribir una nueva novela. Esta vez voy a conseguirlo y pronto me pondré en marcha después de meses de inactividad», concluía. Pero pasadas tres semanas de intentos fallidos, la musa seguía sin aparecer. Las ideas no sólo no llegaban, sino que parecía que huyeran de él como de la peste, ya fuera cuando trataba de concentrarse, cuando leía la prensa o cuando buscaba en internet sucesos y casos extraños. Había oído hablar del síndrome de la página en blanco, que algunos escritores habían padecido a lo largo de su vida profesional, pero confiaba en que pronto pasara; miles de ideas brotaban a diario en su cabeza… pero cuando se sentaba a plasmarlas delante del portátil… entonces su mente se cerraba en banda y se negaba a procesarlas todas y cada una de ellas.
Martin Conrad había iniciado su carrera profesional en Londres como periodista en un diario de tirada nacional, y durante sus ratos libres solía aislarse para entregarse a una de sus grandes aficiones: escribir historias de ficción. Cinco años atrás había publicado su primera novela con un merecido reconocimiento por parte de la crítica, aunque fue el segundo trabajo el que le catapultó a la fama y dio un inesperado vuelco a su vida. Aquella novela era una reflexión sobre los sueños de adolescencia; contaba la historia de un grupo de jóvenes idealistas a quienes circunstancias de la vida los fueron separando para volverlos a reunir años después, ya en la madurez, permitiéndoles conocer lo diferentes que ha sido sus trayectorias y sus realidades de lo que habían imaginado cuando estudiaban en el instituto. Describía en su novela las grandezas y miserias de unos personajes complejos que, sin embargo, conseguían transmitir al lector una buena dosis de empatía.
Martin era poco dado a expresar sus sentimientos, y menos aún a hablar de las dificultades que sufrió en su solitaria y difícil niñez. Sin embargo, a través de sus personajes, conseguía dar rienda suelta a todas aquellas inquietudes… Aunque en las numerosas entrevistas que concedió tras su apabullante éxito no se cansaba de repetir que aquella historia no era en absoluto su autobiografía. Y resultaba convincente, pues exhibía tal arrogancia y tal seguridad en sí mismo que, en ocasiones, rayaba la insolencia. A partir de aquel momento, Martin logró una gran notoriedad, los críticos le ensalzaron y le describieron como un autor dotado de gran madurez, augurándole un gran futuro en aquella difícil profesión. Fue entonces cuando decidió abandonar el trabajo en el periódico para dedicarse por completo a vivir de la literatura, precipitándose en una vorágine de viajes e invitaciones a grandes eventos sociales y culturales que le llevaron a convertirse en el centro de la noticia, recibiendo elogios y agasajos dignos de una estrella. Se compró una enorme mansión y se dedicó a vivir intensamente y a salir con mujeres espectaculares.
Tras un par de años de éxito y vida disipada, Martin advirtió que la fama era efímera, y cuando estaba en lo más alto de su éxito comprendió que era hora de regresar al trabajo para mantenerse en esa cumbre en la que con tanta facilidad se había instalado. Escribió un nuevo libro, esta vez de género policíaco. Convencido de que la estela del fulminante éxito anterior le acompañaría en aquella nueva singladura, dedicó pocos meses a desarrollar aquella historia, sin pararse demasiado a profundizar en el perfil psicológico de los personajes ni a documentarse sobre casos policiales similares: estaba seguro de que las ventas se dispararían de nuevo.
Sin embargo, su intuición erró de manera estrepitosa y el resultado fue un fiasco: «Una historia increíble, en el sentido más amplio de la palabra, con personajes superficiales y un final previsible desde el primer capítulo», destacó uno de los críticos literarios más mordaces del panorama literario.
Martin comprobó con desaliento cómo el éxito no iba a acompañarle en este nuevo trabajo, un trabajo en el que no había puesto demasiado esfuerzo ni dedicación, confiando en que vendería más gracias a su fama como escritor que a la novela en sí. Su ánimo varió al advertir que el libro apenas duraba unas pocas semanas en las listas de superventas; y cuando la agenda de promoción quedaba vacía o su editor le informaba del exiguo número de ejemplares vendidos se volvía intratable. Había subido a la cima y de repente sentía que el suelo se movía bajo sus pies, haciéndole caer por una pendiente que se tornaba cada vez más resbaladiza.
Tras aquella debacle, Martin comenzó a sufrir claustrofobia en su propia casa, y a revisar la prensa e internet de forma obsesiva en busca de alguna reseña sobre su último libro. Para resarcirse de aquel fracaso tenía que escribir otra novela con la que recuperar su prestigio. El problema era que ahora le costaba concentrarse en encontrar otra historia que estuviera a la altura de la que tanta gloria le había dado. Había fracasado en su vida profesional, y también en la personal, y, cuando estaba a punto de tocar fondo, decidió esquivar el golpe y trepar de nuevo hasta arriba, costara lo que costase. De peores había salido a lo largo de su vida y siempre había salido adelante.
Fue entonces cuando decidió poner tierra de por medio para escapar de aquel naufragio, aferrándose a cualquier flotador, corcho o calabaza que se colocara en su camino. Dejó Londres y se instaló en Irlanda, en una cabaña situada en Redmondtown, en el condado de Cork, en el suroeste de la isla. Allí, estaba seguro, hallaría la inspiración. En aquel retiro había creado las condiciones necesarias para escribir sin interrupciones. Tenía ahora la imperiosa necesidad de conseguir un nuevo best seller y recuperar así tanto el éxito como buena parte de autoestima, que en los últimos tiempos había sufrido un enorme varapalo. De nuevo en el punto de partida: solo, aislado y con todo el tiempo del mundo para escribir una nueva novela.
Martin salía a dar largos paseos por los alrededores de la cabaña incluso bajo la lluvia, tan presente en Irlanda en cualquier época del año. Solía dirigirse al pueblo disfrutando del hermoso prado verde que alfombraba aquella vasta extensión de terreno situado a gran altura sobre el mar. Redmondtown era un lugar pintoresco, dispuesto en forma de terrazas que descendían suavemente hasta detenerse sobre el agua. Las casas victorianas pintadas en tonos terracota, ocres y azules ofrecían una imagen de colmena multicolor, dibujando perfectas hileras de tejados de pizarra negra. Estaban unidas entre sí como si se necesitaran, con el firme propósito de no rendirse, pues, si una de ellas cedía, todas caerían irremediablemente al vacío. Mar adentro, aquel precipicio vertical aparecía como una colorida máscara encaramada a una península que se adentraba con osadía en el agua para hacerle frente y gritarle: «¡Eh, aquí estoy! He penetrado en tu interior y no te temo».
En la zona alta del pueblo, las sinuosas arterias constituían un laberinto de callejones sin salida y accesos a viviendas particulares que confundían al viajero que deseaba llegar hasta el mar, cuya única orientación posible era dejarse llevar por la necesidad de alcanzar su objetivo fuera como fuera. Y como premio a su arrojo, varias calles más abajo, unas escalinatas horadadas en la roca descendían suavemente en dirección al puerto deportivo. Era un hermoso pueblo de bulliciosas calles llenas de color, pubs y tiendas de recuerdos, con su espectacular puerto donde las embarcaciones más caras y lujosas se dejaban mecer por las tranquilas aguas mientras eran motivo de admiración de los turistas que, envidiosos, se perdían entre las pintas y los excelentes frutos del mar que ofrecían los numerosos restaurantes. En las últimas décadas, el turismo había sustituido la tradicional tarea de la pesca, y ahora la mayoría de los barcos pertenecían a particulares o a empresas de recreo, que ofrecían excursiones por la bahía y brindaban la posibilidad de pescar en alta mar. El numeroso grupo de veleros amarrados en la dársena sur indicaba el próximo inicio de la semana de regatas, un acontecimiento a nivel mundial que aportaba pingües beneficios a la economía local.
El palacio del acantilado ocupaba una vasta extensión y estaba situado en la parte más alta del pueblo, como un centinela vigilante ante la llegada de piratas y vikingos que siglos atrás arribaron a aquellas costas. Desde el mar se erigía, orgullosa, la fachada rectangular pintada en rosa pálido, con amplios ventanales y rodeada de balaustradas en mármol blanco. El anterior propietario hizo restaurar el palacio en el primer cuarto del siglo xx para convertirlo en un ostentoso hogar. Después, con el paso de los años, su situación económica fue menguando y, tras su muerte, los herederos decidieron desprenderse de él. Lo compró una acaudalada familia que realizó una amplia y costosa restauración e instaló allí la central de su compañía naviera, la Irish Star Line, propietaria de barcos de transporte, pesca y turismo en el condado de Cork. Las oficinas de la firma ocupaban la planta baja del palacio y las dos siguientes conservaban su estado original y constituían la residencia particular de los dueños.
El techo del amplio vestíbulo albergaba una lámpara de cristal de Bohemia de dos metros de diámetro; el suelo estaba revestido con mármol italiano y las paredes cubiertas por valiosos cuadros. El mobiliario también estaba en consonancia con el edificio, con cómodos sofás de asientos ovalados forrados en seda natural. Las altas y espaciosas puertas daban acceso a la zona donde se ubicaban los despachos de la naviera, los cuales conservaban la esencia pero no la antigüedad del palacio, pues estaban adaptados para el ejercicio de la actividad y dotados con las últimas novedades en tecnología y sistemas de comunicación.
Aquella lluviosa mañana, Amanda Coleman llegó a su despacho situado junto al del presidente de la compañía naviera. Encendió el ordenador y revisó los correos electrónicos. Después clicó en la estrella de Favoritos para leer la prensa, tan sólo los titulares de un par de diarios nacionales y también uno internacional, el Washington Post. De su pasado en Estados Unidos sólo tenía bonitos recuerdos de los años universitarios. El fracaso de su matrimonio había quedado atrapado en una nebulosa del subconsciente, a pesar de ser reciente. La memoria es sabia y selectiva, se decía a veces. Sin embargo, no conseguía olvidar el rostro de su ahora ex marido, a pesar de llevar seis meses sin tener contacto con él. Tampoco podía desterrar de sus recuerdos la humillante indemnización a modo de rescate que tuvo que pagar la familia Coleman para deshacerse de él. Si hubiera sabido en aquel momento todo lo que acababa de conocer ahora, las cosas habrían sido muy diferentes. Ella no habría obrado con tantos escrúpulos como su padre…
Amanda sacudió la cabeza para espantar sus malos pensamientos y cerró el portátil. Tenía que ir al faro a inspeccionar desde lo alto la zona elegida por la Irish Star Line para construir los nuevos embarcaderos donde atracar sus barcos cuando se realizara la ampliación del puerto de Redmondtown. La zona era de aguas profundas y estaba situada al abrigo de una pequeña bahía con excelentes accesos desde la carretera principal procedente del pueblo. Tras haber obtenido todos los permisos, pronto iban a iniciarse las obras, y Amanda tenía programadas varias reuniones en los días siguientes con los arquitectos y responsables de la empresa constructora. La lluvia había cesado, pero no quiso salir sin su impermeable de color verde oliva. Estaba habituada a aquel cielo gris lleno de matices y a los rayos de sol que tímidamente se asomaban durante un rato para ofrecer una luz de esperanza.
Aquello estaba inscrito en sus genes, se decía a sí misma mientras caminaba hacia el faro, recordando la desagradable experiencia junto a su ahora ex marido. Tom procedía de una familia de cobardes. Su abuelo había traicionado a su propia gente cuando envió de forma consciente y premeditada a muchos inocentes a una muerte segura con el único fin de salvar su pellejo. Después vivió con aquella carga durante toda su vida. Pero vivió. Gracias a él, muchos no tuvieron la misma suerte.
Tom Wieck también poseía ese perfil egoísta, aunque adornado con otros defectos como el narcisismo o la ingratitud. Amanda estaba segura de que él habría actuado igual que su abuelo en circunstancias parecidas, incluso con menos presión, y de que no habría sufrido los remordimientos que acosaron a Erich Wieck el resto de su vida, durante la cual trató de reparar el daño que había causado a sus víctimas.
Martin salió aquella mañana a recorrer el borde del acantilado y se dirigió hacia el pueblo. El faro quedaba de paso y estaba situado en el saliente de un precipicio que se cortaba bruscamente y ofrecía desde la lejanía la ilusión óptica de estar flotando en el aire. Aquel lugar estaba situado en el extremo meridional de la isla de Irlanda y ofrecía unas magníficas vistas del océano que, a lo lejos y sin obstáculos que perturbaran su serena fiereza, exhibía un final semicircular que impedía divisar el continente europeo. Martin pensaba que su huida de Londres para instalarse en aquella cabaña quizá había sido un error. En la última semana se había dedicado a visitar los pubs y las tabernas locales y a entablar amistad con los habitantes del pueblo, sobre todo hombres de avanzada edad a quienes les pedía que le contaran historias interesantes sobre sus familias o acontecimientos sucedidos en la zona. Pero la inspiración no llegaba por mucho que se esforzase.
Martin intentaba armar el inicio de una historia durante su paseo: la aparición de un hombre asesinado en un callejón, en cuyo bolsillo sólo había una llave y el nombre de un hotel. Pero pronto abandonó esa idea. «Estos misterios están ya demasiado trillados en las series de televisión, debo pensar en algo más original», se dijo.
De repente, una sombra extraña captó su atención a lo lejos, junto al faro; desde aquella distancia sólo podía distinguir una figura humana de color verde, que avanzaba en dirección al abismo caminando con gran decisión. Parecía como si estuviera tomando impulso para saltar. Martin echó a correr hacia allí, temeroso de no poder impedir la tragedia que creía estar a punto de presenciar. Durante unos segundos la silueta se detuvo en el límite, como si en aquel último instante la idea de saltar le pareciera inútil y una última mirada hacia abajo le hubiera devuelto la cordura.
—¡Por favor, no lo hagas…! —gritó al llegar al faro, jadeando por la carrera y provocando un fuerte sobresalto a la sombra que aún permanecía allí, inmóvil, mirando hacia las rocas situadas a decenas de metros bajo sus pies. Martin avanzó unos pasos más hasta situarse frente a la silueta de una mujer envuelta en un impermeable verde, con melena rizada y pelirroja, de grandes ojos verdes y rostro lleno de pecas.
Amanda estaba tan ensimismada que no advirtió la desesperada carrera de Martin, y sólo cuando oyó los gritos a su espalda se volvió para toparse con un rostro descompuesto que parecía suplicarle algo. Se trataba de un hombre alto y atractivo de unos treinta y tantos. Vestía de manera informal, con vaqueros y camiseta. Quizá era un turista, pues no le había visto nunca en el pueblo. Su rostro más bien cuadrado albergaba unos profundos ojos castaños. El pelo, corto y recio de color rubio ceniza, estaba dividido en dos partes por una raya en el lado izquierdo. Tenía la barba corta y no demasiado espesa, algo desenfadada e informal, un rasgo muy a la moda entre algunos actores de la gran pantalla. La joven reparó en su mirada de angustia mientras se acercaba lentamente hacia ella y alargaba la mano para tomar la suya.
—¡Por favor! No lo hagas… —repetía suplicante, convencido de que ella estaba a punto de cometer una locura.
—¿Hacer qué? —preguntó, atónita ante la escena que estaba protagonizando.
—Ésta no es la mejor forma de solucionar los problemas. Te aseguro que siempre hay una luz al final…
Amanda comenzó a caminar lentamente hacia él y percibió en su rostro un gesto de alivio.
—Eso está mejor… Mucho mejor —susurró, emitiendo por primera vez una tímida sonrisa—. ¿Has visto? No es tan difícil. Debes tener fe. Todos los problemas tienen solución…
Amanda se olvidó por completo de sus problemas sentimentales; la rabia que había sentido minutos antes dio paso a un desconcierto mayúsculo.
—¿Eres sacerdote?
—No —respondió veloz—. Pero puedo ofrecerte mi hombro para que descargues tu dolor. A veces, hablar con un extraño sobre los problemas ayuda a verlos de otra forma y a no darle la importancia que crees que tienen…
A Amanda empezaba a divertirle aquella ambigua situación.
—Gracias, pero yo no…
—Eres joven, y muy bonita; estoy seguro de que tienes un gran futuro que merece ser vivido. Sólo tienes que darte una nueva oportunidad.
—De acuerdo —dijo, renunciando a sacarle de su error.
—Mi nombre es Martin Conrad —dijo ofreciendo su mano y esperando una cara de sorpresa al escuchar su famoso nombre.
—Yo soy Amanda —respondió la joven sin inmutarse—. ¿Estás de paso en el pueblo?
—No, vivo cerca de aquí, en la cabaña del lago.
—En… la cabaña del lago… —repitió Amanda con mirada curiosa—. Bueno, ha sido un placer, Martin —dijo con intención de marcharse.
—Espero que no vuelas a intentar un disparate como el que ibas a cometer. ¿Me lo prometes?
—Tienes mi palabra —dijo alzando su mano con solemnidad, tratando de contener la risa.
—¿Volveré a verte? —preguntó mientras ella se alejaba.
—Es posible, este pueblo no es demasiado grande.
Ella se volvió para mirarle por última vez.
—Mañana estaré aquí, a esta misma hora.
Definitivamente, el mal humor de Amanda había desaparecido con aquel estrambótico encuentro. La brisa húmeda del mar anunciaba una nueva borrasca. Se cubrió la cabeza con el gorro del impermeable cuando sintió las primeras gotas de lluvia en su rostro plagado de pecas.
El refugio que Martin había alquilado para su retiro estaba situado junto a un lago en la zona más alta del acantilado, aislado y rodeado de una frondosa vegetación que sólo permitía el acceso por una vereda constreñida de árboles de hoja caduca. En aquellos días desapacibles de primavera habían multiplicado las ramas y sus copas se inclinaban hacia el centro para unirse en un pintoresco abrazo que ofrecía al visitante un pasadizo similar al de la nave de una iglesia gótica, umbría y con un penetrante olor a hierbas aromáticas.
El ambiente del interior de la cabaña era acogedor y envolvente. A pesar de la llegada del mes de abril, la temperatura invitaba a seguir quemando troncos en la chimenea, enmarcada por la misma piedra natural que cubría las paredes. La estancia era amplia, con grandes ventanales diseñados para atrapar los rayos del sol que hacían un tímido acto de presencia durante el frío y húmedo invierno. Un sofá en tonos cálidos se situaba frente al hogar, acompañado de dos mecedoras y una mesa de madera labrada en el centro. Tras el sofá, y junto al pasillo de la entrada principal, una barra de mampostería rodeaba la cocina y la separaba del resto de la estancia.
La gran ventana situada frente a la puerta principal estaba orientada hacia el este y surtía de luz la sala desde el amanecer. Allí se sentaba Martin a escribir, en una mesa cuadrada colocada estratégicamente para recibir aquella claridad y contemplar el sereno paisaje que le ofrecía el camino de acceso a la casa. Al lado de la ventana, un grueso muro separaba el otro recinto de la casa: el dormitorio, con una enorme cama de madera en color oscuro, labrada quizá por el mismo ebanista que realizó los muebles del resto de la casa. La terraza exterior tenía un pórtico de madera, y en el dintel de la puerta de entrada había un bonito cuadro con un saludo en gaélico que rezaba «Cead Mile Fáilte» («Cien mil bienvenidas.»)
Aquél era el segundo lugar preferido de Martin, sobre todo en las tardes despejadas, cuando el sol iluminaba los muros de piedra y ofrecía unas estupendas vistas del lago, dibujando un haz anaranjado que lo recorría de un extremo a otro.
Una furiosa lluvia descargaba sobre la cabaña. Martin se preparó para acudir a la cita con la desconocida del faro. No albergaba demasiadas esperanzas de hallarla allí bajo aquel fuerte temporal, pero había dado su palabra y no podía defraudarla; debía de estar pasando por un mal momento y sentía algo parecido a una obligación a ayudarla a salir de aquel túnel donde habría penetrado, quizá de manera desesperada. Por otra parte, la belleza de la joven tampoco le había pasado inadvertida. Se puso el impermeable y salió de la cabaña, pero la oscuridad del ambiente era tal que decidió regresar para coger una linterna. Después se dirigió con paso seguro hacia el faro y se detuvo bajo el marco de la puerta para guarecerse de la lluvia, enfocando hacia el frente con la luz para ser localizado por la joven. Con ese tiempo, Martin tenía aún más dudas sobre la posibilidad de que ella volviera allí.
Tras un aburrido y desquiciante rato, aprovechó una tregua del aguacero y decidió regresar para ponerse a salvo en su pequeño pero cálido hogar, convencido ya de que la joven no acudiría a la cita.
Martin se sentó delante del portátil, y por primera vez desde su llegada pudo completar la página en blanco, describiendo la fortuita aventura que había protagonizado el día anterior. Aquella tarde se sintió más relajado, feliz por haber recuperado la inspiración y la confianza en sí mismo. La irrupción de aquella chica de cabello anaranjado en su solitaria vida en la isla había estimulado su creatividad, y tras aquel primer encuentro en el faro desarrolló el guión de una posible historia de intriga y secretos familiares. Trató de imaginar los sentimientos de aquella joven y los motivos por los que habría tomado la terrible resolución que él creyó haber evitado. Fue entonces cuando se sintió a gusto escribiendo, volcando en el ordenador sus emociones más íntimas. Cuando revisó el texto, le sorprendió la profundidad de las reflexiones que había plasmado en él.
Pasaron varios días y algo empezó a preocupar a Martin: Amanda no había vuelto al faro, a donde él acudía cada mañana con la vana ilusión de reencontrarse con ella. Ante la sospecha de un nuevo intento de suicidio, comenzó a minar su esperanza de volver a verla. Leía cada día las noticias locales para averiguar si había ocurrido algún suceso extraordinario y comenzó a ir por el pueblo con más asiduidad.
Aquella mañana, Martin aprovechó que el cielo estaba despejado para salir a pasear, y tras visitar el faro siguió caminando por el borde del acantilado en dirección a Redmondtown. Sorteando las estrechas callejas zigzagueantes bordeadas de casas con tejados de pizarra de la parte alta, Martin se dispuso a bajar las amplias escaleras que desembocaban directamente en el muelle. Había un inusual movimiento en el puerto, donde un grupo de personas, la mayoría hombres, portando enormes y sofisticadas cañas de pescar hacía cola para embarcar en un gran velero con la intención de disfrutar de una jornada en alta mar. De repente, Martin divisó a lo lejos una figura familiar que caminaba por la parte opuesta a donde él estaba: era Amanda, y se dirigía hacia el dique del fondo donde se hallaban los grandes yates. Caminó presuroso, pero la perdió de vista cuando accedió al interior de uno de ellos. Esperó unos minutos hasta convencerse de que no iba a salir inmediatamente, así que decidió esperarla tomando una Ginness en el pub situado frente a la entrada del puerto.