Prólogo
Recogemos el fruto de nuestra siembra, pero a veces la cosecha se retrasa y son otros los que recogen la tempestad que alguien ha dejado dormida a través del tiempo en la memoria de sus víctimas. Pero el silencio no siempre consigue borrar los recuerdos, y basta una brisa de aire fresco para levantar la espesa capa de polvo con la que creyeron deshacerse de un miserable pasado, encerrado y amordazado durante años, que se proyecta hacia delante con los puños apretados.
La maldad tiene vida propia, y sólo necesita que la gente de bien mire hacia otro lado para continuar su tarea.
Un ser inocente disfrutó de la felicidad que otros le proporcionaron a cambio de su propio sacrificio, con el que pretendían librarle del infame futuro que le aguardaba. Pero esas ingenuas almas ignoraban que al hacerlo estaban confirmando lo que ya estaba escrito en la palma de su mano. Es el Destino quien baraja las cartas y nos hace creer que podemos jugar a nuestro antojo. El azar no existe, y lo que aparenta ser un accidente o una triste casualidad, no es más que el camino que ya estaba marcado de antemano.
Sólo queda la oportunidad de gozar del tiempo que se nos ha regalado.
1
Washington D.C. 1 de agosto de 1.991.
La lluvia caía torrencialmente y la oscuridad se hizo dueña del ambiente. Una fuerte tromba de agua acompañada de cercanos relámpagos y truenos forzó el cierre del aeropuerto internacional de Washington Dulles; todos los vuelos estaban siendo retrasados o cancelados durante varias horas a causa de la inesperada tormenta veraniega que descargaba en aquellos momentos. De las pantallas informativas desaparecieron las señales horarias y la palabra “delayed” se repetía en todos los monitores.
Antonio Cifuentes dibujó una mueca de fastidio al escuchar la megafonía. Su jet privado tampoco podría despegar y se resignó a pasar unas aburridas horas, abrumado por el húmedo y sofocante calor que envolvía aquel espacio rebosante de gente que circulaba en todas direcciones.
Al fin encontró la sala VIP. Una agradable camarera le sirvió una copa y se dispuso a relajarse leyendo la prensa tras librarse de su elegante chaqueta. El interés reparaba exclusivamente en las noticias de empresa; la política y los sucesos le eran ajenos, pues estaba en viaje de negocios y aquel no era su país. Después de unos eternos crucigramas, aún seguía aburrido en el sillón y alzó la vista para observar a los demás viajeros que compartían la sala con él. A su izquierda, un hombre de edad, grueso, con cuidada y canosa barba, leía el periódico tras unas lentes bifocales; vestía pantalones y sombrero vaqueros, camisa a cuadros y botas de cuero bordadas y terminadas en punta; más al fondo, dos jóvenes ejecutivos charlaban animadamente mientras sostenían una copa entre las manos. Su mirada se desvió hacia el fondo de la sala para descubrir a la única mujer que les acompañaba en aquel exclusivo recinto. Era joven, calculó no más de veinticinco años, y estaba sola. Poseía una delicada belleza y su ángulo de visión le mostraba un bonito perfil: boca grande, cuello largo y grandes ojos rasgados que inspiraban un aire oriental. Sí, debía tener algún antepasado de raza amarilla. La esbeltez de su pecho y la redondez de sus curvas exhibían una involuntaria sensualidad de la que no alardeaba, aunque se adivinaba bajo la discreta y elegante ropa: un pantalón marrón oscuro y jersey en tono más claro, sin mangas y cuello de cisne. Su larga y ondulada melena de color miel se replegaba hacia atrás ayudada por unas gafas del sol que despejaban su bronceado rostro, y unas discretas y solitarias perlas adornaban sus orejas. Poseía un aire de fragilidad que aumentaba su interés y prolongó su examen durante unos instantes más: ella miraba hacia el suelo con aire pensativo, con una pierna cruzada sobre otra y los brazos sobre su regazo; después realizó un suave gesto buscando algo en su bolso, extrajo un cuaderno y comenzó a escribir algo en él. Antonio examinó sus manos para comprobar que no llevaba alianza, ni siquiera anillos; en su muñeca derecha exhibía un brazalete plateado y en la izquierda un reloj con correa de piel marrón. Ella volvió a hurgar dentro del bolso y obtuvo un abanico de madera en color blanco decorado con flores azules y negras que abrió con una maestría inusual por aquellos territorios, moviéndolo de un lado a otro y mirando al frente. Antonio Cifuentes acotó su lugar de procedencia: era un típico abanico fabricado en España, país que conocía bien y al que viajaba a menudo por motivos de negocios. Advirtió entonces que la joven se levantaba y se dirigía al expositor frigorífico de las bebidas y se atrevió a seguirla en la convicción de que era la mejor compañía en aquellos momentos.
-Disculpe ¿Puedo ayudarla?- preguntó en castellano a su espalda mientras ella abría la puerta.
-No, gracias.- Respondió en el mismo idioma sin molestarse en volver la cara para mirarle. Después cerró la vitrina, indiferente ante su amable invitación.
Le sorprendió la elección de la bebida: una cerveza “Coronita”. Debía ser mexicana, como él, aunque no pudo descifrar su acento por la escueta e inexpresiva respuesta recibida. La joven regresó al sofá sin reparar en su presencia y él volvió a la tribuna de observación con más curiosidad que antes. Ella continuaba escribiendo en el cuaderno con pensativas pausas; más tarde extrajo una pequeña calculadora y realizó varias operaciones, tras las cuales esbozó una amplia sonrisa y apuntó en el papel el resultado de las mismas.
Y él seguía allí, aburrido, observando aquella delicada criatura y planeando la manera de abordarla para matar el tiempo muerto durante aquella interminable espera, ignorando que el destino estaba ya trazado y que nada, a partir de aquel instante, volvería a ser como antes.
Por fin la megafonía comenzaba a enviar noticias agradables. Las salidas de los vuelos se restablecían lentamente y el aeropuerto regresaba a la normalidad. La observó por última vez. “Una linda chamaca”, pensó mientras se levantaba con calma para dirigirse a la terminal de vuelos privados.
Antonio Cifuentes iba a cumplir cuarenta años y se sentía en la cumbre. Además de sus múltiples y pujantes negocios, había heredado un monumental imperio familiar tras la reciente y violenta muerte de su padre: la más grande y rica hacienda de México, donde el cultivo de cereales y la producción de ganado abastecía a buena parte del país. También se criaba allí una de las mejores ganaderías de toros de lidia del continente americano.
Era un hombre vengativo y jamás perdonaba una afrenta; en aquellos momentos estaba ansioso por celebrar su gran triunfo, una revancha que había llevado a cabo el día anterior en el despacho de sus abogados. Su ex socio y ahora competidor, Sergio Alcántara, había osado seducir a su esposa, a quien arrojó sin contemplaciones del hogar tras conocer la infidelidad. Pero las represalias aún no habían terminado; tenía intención de hacerles pagar por ello y se disponía a arruinarles la vida, tanto a nivel económico como social. Había comenzado con la compra de una colosal cadena hotelera con sede en Estados Unidos y establecimientos en todo el continente americano: la “West Union Inn ”. Dicha cadena era a su vez accionista de otra ubicada en territorio mexicano, “Veracruz Hoteles”, cuyo presidente y ahora rival, Sergio Alcántara, ignoraba que iba a ser destituido y despojado de su propiedad. Se había propuesto ir directamente a la yugular con su campaña de acoso y derribo, que había ido camuflando a través de compras de paquetes de acciones en pequeños grupos a cargo de sociedades aparentemente ajenas a su Holding, y ya poseía más de un tercio. Con la adquisición de la multinacional norteamericana, sus acciones en la cadena “Veracruz Hoteles” sumaban las tres cuartas partes del accionariado y se recreaba imaginando la cara de Sergio Alcántara al conocer la noticia.
Elena Peralta oyó a través de los altavoces de la sala el número de su vuelo y se dirigió hacia la terminal indicada para el embarque con destino a Ciudad de México. Aún quedaban alrededor de cinco horas de viaje que, sumadas a las otras ocho del vuelo desde Madrid a Washington y casi tres de espera en este último aeropuerto, estaban poniendo a prueba su fortaleza física y psicológica. Se acomodó al fin en una confortable butaca de primera clase y, rechazando amablemente la bandeja de catering que le ofreció la azafata, cerró los ojos y se abandonó a un incómodo pero reparador sueño. Sólo el ruido del tren de aterrizaje y el zumbido de los oídos al acusar la presión durante el descenso del aparato la devolvieron a su insegura realidad: regresaba a México para conocer parte de una familia de la que hasta hacía poco tiempo no tenía noticias de su existencia; deseaba aclarar su confuso pasado y las imprecisas explicaciones que había recibido sobre los motivos por los que fue abandonada por su madre.
Ella había nacido en ese país, pero creció en España con sus abuelos paternos, quienes durante tres décadas habían padecido el exilio a causa de la Guerra Civil española refugiados en un pequeño pueblo situado al sur de Ciudad de México. Ellos le contaron que su único hijo había contraído matrimonio con una mujer indígena de largas trenzas y oscuros ojos rasgados que murió durante el parto; dijeron también que su padre falleció unos meses antes de que ella naciera a causa de un desafortunado accidente y, tras aquellas trágicas pérdidas, decidieron regresar a España con su pequeña nieta. Era la única versión que había escuchado desde que tuvo uso de razón.
Pero le mintieron.
Su madre aún seguía viva, y tenía un hijo, y residían muy cerca del lugar donde ella nació veinticinco años antes. Elena había heredado el físico de su padre: piel clara, cabello rubio y grandes ojos verdes. De su madre, según comentaban a solas los familiares, poseía la dulce y rasgada mirada y su noble carácter. Creció en un pueblo del sur de España, junto al mar, y fue una niña despierta y cariñosa que mostraba interés por todo cuanto le rodeaba. Su abuelo era aún joven cuando dejó el país azteca y, con los ahorros obtenidos del fruto de su trabajo, adquirió una hermosa casa y realizó excelentes inversiones que le permitieron mantener holgadamente a su familia; su abuela se había dedicado a la costura y le confeccionaba preciosos vestidos que causaban admiración y envidia entre sus amigas. Ellos no escatimaron medios para proporcionarle una buena educación y un cómodo porvenir, pues eran conscientes de que no estarían siempre a su lado. Aprendió música, idiomas, fue a la Universidad y, tras finalizar la licenciatura en Matemáticas, regresó a su pueblo para trabajar como profesora en un instituto, compensando así todos sus sacrificios.
Elena era abierta y desprendida, dotada de una especial sensibilidad por las injusticias ajenas, sobre todo con los niños huérfanos y desfavorecidos, que, como ella, no habían conocido a sus padres. Su generosidad la conducía a colaborar como voluntaria en organizaciones humanitarias, incluso realizó viajes al extranjero durante las vacaciones como cooperante en misiones católicas en las que se dedicaba a cuidar a los pequeños y ejercía como maestra.
Meses antes de morir, su abuela le habló por primera vez de la familia mexicana, a pesar de que su verdadera madre había impuesto la condición al entregarle a Elena de que jamás debían referir ningún detalle sobre ellos: la niña no debía regresar nunca a aquel lugar ni conocer las penosas condiciones en las que ellos todavía seguían viviendo. Pero Isabel Ramos no podía llevarse aquel secreto a la tumba, Elena tenía derecho a conocer toda la verdad sobre su origen y debía decidir por sí misma.
La joven quedó sobrecogida al enterarse de que su madre aún vivía, y su desconcierto aumentó aún más al examinar algunas fotos y verse a sí misma, de pequeña, en brazos de una mujer desconocida, morena y de largo cabello, junto a un chico de unos diez años con pelo lacio y ojos achinados. Tras aquella revelación, Elena resolvió escribirles una extensa carta en la que les habló de su niñez, de sus abuelos, del trabajo y, sobre todo, del deseo de ir a México para conocerles. Poco tiempo después recibió las primeras noticias desde el otro lado el océano: una fría carta dictada a otra persona, pues su madre no sabía escribir. En ella le expresaba su satisfacción por la brillante posición que había alcanzado, pero le pedía que no viajara a México, pues no tenía nada que ofrecerle, ni siquiera un hogar digno donde acogerla. Le enviaba todo su amor y el deseo de un futuro lleno de felicidad.
La decepción recibida no frenó su intención de visitar su país de nacimiento, aunque tuvo que posponer el viaje debido a la enfermedad de su abuela, cuya salud se degradaba lentamente. Su abuelo las había dejado unos meses antes y le tocó a ella cuidarla en soledad hasta el final. Durante aquel tiempo siguió escribiendo y rogando ser aceptada en sus vidas, y dos meses después, perdida toda esperanza, recibió por sorpresa una carta de Agustín González, su hermano. La letra era irregular e infantil debido a la escasa formación, pero el fondo de sus palabras le causó una profunda conmoción al conocer que él la recordaba a diario y que sintió mucho dolor por la separación. Contaba cómo cuidó de ella de pequeña y cómo la añoró tras su marcha; pero estaba seguro de que su madre había actuado correctamente porque había recibido una vida más digna lejos de ellos. Le habló de su duro trabajo y del escaso reconocimiento, de su soledad, del incierto futuro y su pobreza, pero aún así se sentía feliz por la diferente suerte que ella había corrido, y, aunque su madre se negaba a recibirla debido a su humilde condición, él daría parte de su vida por verla y abrazarla una sola vez.
Elena lloró emocionada ante las palabras de su hermano mayor que dejaban entrever un alma atormentada, y por primera vez se sintió culpable de haber recibido todo lo que él no había alcanzado; por primera vez sintió rabia hacia su madre por haberla abandonado, y hacia sus abuelos por haber mentido durante todos aquellos años; por primera vez decidió dejarlo todo para ir en su busca.
El día en que su abuela dejó de tomarle la mano, Elena sintió que no estaba sola, pues al otro lado del océano había alguien que compartía su misma sangre, una desconocida familia que se había roto veinte años atrás y a la que deseaba conocer. Les escribió de nuevo para informar de la triste pérdida e insistió en el proyecto de ir a visitarles; el curso en el instituto estaba finalizando y había reservado un pasaje para primeros de agosto. Pensaba disfrutar del mes de vacaciones en tierras mexicanas y deseaba convencerles del nuevo rumbo que debían tomar en sus vidas, pues tenía la firme voluntad de regresar a España con ellos; Agustín era joven y allí encontraría trabajo, y su madre descansaría para siempre junto al mar, con su familia, en un hogar digno y lleno de amor. No recibió respuesta alguna, pero no se amilanó con el planeado viaje y cargó con todos sus ahorros con la intención de entregárselos, en caso de fracasar en el intento de traerles a España. Era una deuda pendiente con ellos y debía compensarles por la enorme prueba de amor que habían demostrado.
2
Eran las dos de la madrugada -en horario español- cuando Elena se desplomó sobre la cama del hotel de Ciudad de México, agotada tras el largo viaje. Su cuerpo le pedía ir directamente a la ducha y dormir, pero su cabeza le aconsejaba aguantar un poco más. En aquel país eran las siete de la tarde y si se abandonaba al sueño podría despertar a las tres de la madrugada y mantenerse en vela hasta el amanecer, así que decidió salir y explorar los alrededores. La luz imprimía una atmósfera agradable, teñida de color anaranjado provocado por la extraña fusión entre la polución existente en una de las ciudades más contaminadas del mundo y la caída del sol, que seguía invitándola a pasear por la amplia avenida del Paseo de la Reforma. Elena admiró a lo largo de ella las estatuas sobre pedestales situadas a ambas aceras, en las que se homenajea a personajes relevantes a lo largo de la historia del país; se detuvo también a contemplar las diferentes exposiciones al aire libre que se exhibían en las zonas ajardinadas. Caminó en línea recta hasta llegar al monumento dedicado a Cristóbal Colón, rodeado de cuidados jardines y situado en una de las glorietas de la amplia avenida. En su base había cuatro figuras sentadas, dedicadas a los primeros misioneros llegados al continente americano, y en la parte más alta del pedestal, la escultura de Cristóbal Colón, en pie, con su mano derecha tendida hacia adelante. Decidió entonces regresar, la tarde había caído y la oscuridad amenazaba peligro para una mujer sola en aquella extensa ciudad. Tras una frugal cena en el hotel, cayó al fin rendida; su reloj marcaba las cinco de la madrugada y resolvió cambiarlo al horario local, siete horas menos.
Tras reponerse al día siguiente con un suculento desayuno y haciendo un esfuerzo por adaptarse al cambio horario, determinó investigar la ubicación de la Hacienda Santa Isabel, donde su familia residía y trabajaba. Contrató un taxi de confianza recomendado por el recepcionista del hotel a cambio de una generosa propina y negoció previamente el precio del traslado. Durante más de una hora de trayecto, en el que atravesó la ciudad desde el centro norte hacia la salida sur, el locuaz y amable conductor fue ofreciéndole una interesante información sobre la finca hacia donde se dirigían. Los propietarios eran una de las familias más ricas de México, los Cifuentes, y en sus tierras trabajaban la mayoría de los habitantes de los pueblos de los alrededores. Le habló también de un reciente crimen cometido en ella que había conmocionado a todo el país y del que aún se hablaba en las noticias, pues su autor no había sido capturado. La muerte de uno de los más grandes potentados de México había tenido una amplia repercusión y la policía seguía investigando a cualquier persona relacionada con el asesino, realizando redadas por toda la ciudad y efectuando arbitrarias detenciones incluso de familias completas. Todos los trabajadores habían sido interrogados por las fuerzas de seguridad y se ofrecía una suculenta recompensa por su captura, vivo o muerto; la cantidad era doble si le cazaban con vida.
Los Cifuentes eran gente poderosa. La hacienda fue adquirida por un rico antepasado a mediados del siglo XIX tras la desamortización eclesiástica emprendida por el Gobierno liberal de 1856, con el fin de despojar a la Iglesia de gran parte del territorio del país, del que era dueña, para posteriormente venderla a los arrendatarios. Pero los compradores adoptaron un modo de vida aristocrático y se asimilaron a la clase social propietaria ya existente, consolidando así la anterior estructura social y causando el efecto contrario al que pretendían los gobernantes: la distribución de la tierra a los peones y jornaleros; éstos no disponían de los fondos necesarios para comprar las grandes superficies expropiadas, así que fueron las clases más pudientes quienes se hicieron con ellas.
A partir de aquella inversión, las propiedades de esta singular familia fueron ampliándose durante décadas. A finales del siglo XIX existía una gran desigualdad en las zonas rurales, el latifundismo había llegado a sus máximas expresiones, basado en el dominio social ejercido a través del monopolio de la tierra; mientras tanto, los campesinos sufrían la servidumbre sometidos a un régimen de peonaje, hundiéndose día tras día en la mayor miseria mientras los terratenientes aumentaban el tamaño de las propiedades y sus beneficios.
Sobrevivió la Hacienda Santa Isabel incluso a la reforma agraria auspiciada y defendida hasta la muerte por Emiliano Zapata durante la Revolución, en las primeras décadas del siglo XX. El Gobierno expropió las tierras a los latifundistas y se dividieron en ejidos (Comunidades fundadas sobre el usufructo prehispánico), pero los agudos propietarios negociaron con los nuevos gobernantes el paso del ferrocarril por las propiedades a cambio de no sustraer ni una hectárea de sus terrenos. La llegada del tren por aquellas tierras incentivó la economía de la hacienda, que hasta aquel momento debía transportar sus productos agrarios en caravanas tiradas por mulas; de esta forma, el incremento de la producción de cereales y la rápida distribución de las mercancías multiplicaron el patrimonio familiar que les proporcionó un control absoluto no sólo en la economía de la región, sino también en la política.
El abuelo del actual propietario introdujo en los años treinta la cría de ganado de lidia en sus terrenos, y su heredero construyó dos décadas después una magnífica plaza de toros; año tras año la ganadería fue aumentando en calidad y cantidad, adquiriendo gran prestigio dentro y fuera del país. Tras el gran terremoto del año ochenta y cinco se realizaron importantes reformas e inversiones en la hacienda con el fin de adaptarla a los nuevos tiempos y dotarla de comodidades dignas de un palacio, con más de treinta habitaciones, salones, piscinas y espaciosos jardines. Actualmente se dedicaban también la cría de caballos de pura raza, para los cuales habían construido unas modernas instalaciones que provocarían la envidia de cualquier ganadero inglés, pues sus ejemplares conseguían numerosos premios en las más prestigiosas carreras hípicas de Europa y América.
El coche se detuvo delante de la enorme puerta de acceso a la finca, rodeada de altos muros y con amplitud suficiente para el paso de dos coches en paralelo. Elena se despidió del conductor, emplazándole para que regresara a la caída de la tarde. Con paso firme atravesó la verja de entrada, que estaba abierta, y se dirigió hacia un operario con vaqueros y sombrero de cuero que acudía veloz al percatarse de su presencia. Elena percibió cierto asombro en aquel hombre al ser preguntado por la familia González y, tras unos instantes de dudas, la invitó a entrar, conduciéndola hacia una cerca de madera donde varios mozos limpiaban y domaban magníficos caballos. El vaquero se separó de ella y ordenó llamar a otro empleado, y éste a otro, y a otro más, hasta que formaron un corro; después llegó el que parecía ostentar más autoridad y, tras una corta deliberación con el improvisado grupo de pensadores, se dirigió hacia Elena. Era un hombre de unos cuarenta años, alto y moreno, con un negro mostacho que descendía por la comisura de los labios hasta el inicio de la barbilla. Iba vestido con pantalones vaqueros y camisa a cuadros.
-¿A quién dice que desea ver, señorita?- preguntó mientras se despojaba de su sombrero en señal de respetuoso saludo.
-A Trinidad González y a su hijo, Agustín González- repitió la joven dando muestras de impaciencia.
-Ah… Entiendo…- murmuró bajando los ojos y dando vueltas al sobrero-. ¿Tenía usted una cita con ellos, quiero decir… sabían que iba usted a venir?
-No- dijo tratando de sonreír con amabilidad-. He decidido darles una sorpresa. Sé que no me esperan….
-De eso estoy seguro ¿Cuál es el motivo de su visita, señorita?- preguntó entornando su mirada para observarla bien.
-Es un asunto familiar. Soy hija de Trinidad González y hermana de Agustín.
-¿Usted?- preguntó abriendo los ojos con cara de sorpresa.- ¿Está bromeando?
-No, señor. No bromeo- Elena comenzaba a irritarse-. Le ruego que les informe de mi llegada- rogó con frialdad.
Durante unos instantes tuvo que soportar la impertinente mirada de aquel hombre que parecía no tomar en serio su petición. Después éste hizo un gesto con la cabeza y la conminó a seguirle. Caminaron en silencio durante un buen rato, rodeando los establos y continuando en línea recta por la parte trasera. El silencioso acompañante se detuvo ante una pequeña cabaña de madera desvencijada, sucia y con signos de abandono, invitándola a entrar para esperar a su familia mientras él iba a anunciarles la visita.
La joven accedió con desconfianza. El interior estaba oscuro y cubierto de polvo; los escasos haces de luz penetraban a través de las perforadas tablas que el tiempo y la dejadez habían realizado en las débiles paredes, y un olor a tierra húmeda y madera añeja inundaba aquel espacio. De repente sintió un gran golpe tras ella: la puerta por la que había accedido se había cerrado bruscamente, dejándola atrapada en el interior. Elena se volvió y forcejeó, tirando de ésta hacia adentro para tratar de abrirla; durante unos instantes creyó que había cedido unos centímetros, pero el hombre que la había llevado hasta allí empujó enérgicamente hacia adentro para después tirar con fuerza hacia fuera, cerrándola de un violento portazo. Esta maniobra hizo que el quicio de la puerta la golpeara en la frente, provocándole una fuerte contusión y haciendo que cayera hacia atrás sin sentido sobre las polvorientas tablas. Tras unos minutos, abrió los ojos y fue recuperando poco a poco la consciencia, incorporándose con dificultad y sintiendo que el techo y el suelo se movían a su alrededor. Con gran esfuerzo consiguió alcanzar un sucio catre y se tendió en él; la cabeza le estallaba de dolor y su frente había sangrado abundantemente, aunque por fortuna la hemorragia se había detenido. Miró el reloj y comprobó que había pasado más de una hora desde su llegada a aquel lugar. El vértigo causado por el impacto le impedía incorporarse para tratar de salir de aquella trampa, y desde la improvisada camilla escuchó voces y pasos masculinos, gritos que daban órdenes y golpes en la puerta. Esperó con ansiedad que alguien le ofreciera alguna explicación de lo que estaba ocurriendo, pero la hoja no se abrió, al contrario, parecía estar siendo apuntalada desde el exterior para impedir su salida.
Las horas comenzaron a pasar muy lentamente y el silencio regresó a aquella oscura y tenebrosa estancia, donde los rayos de luz que atravesaban las rendijas de la madera habían ido cambiando de dirección hasta desaparecer. El cansancio provocado por el cambio horario y las escasas fuerzas de que disponía contribuyeron a sumir a la joven en un profundo sueño.
Antonio Cifuentes llegó a su propiedad conduciendo él mismo. Había interrumpido una comida de negocios en la capital al ser alertado por el capataz de una extraña visita que se había producido en la finca, y se dirigió a la cabaña para retirar la tranca de la puerta que sus hombres habían colocado para imposibilitar la apertura desde dentro. Ya nadie vivía en aquellos viejos barracones, los trabajadores se habían trasladado a las nuevas construcciones de ladrillo en el lado sur de la finca. Era ya noche cerrada y la oscuridad en aquel minúsculo receptáculo le impedía apreciar con claridad el interior. Se introdujo solo, encendió una linterna y comenzó a inspeccionar dirigiendo la luz hacia todos lados hasta que divisó en un rincón el cuerpo de una mujer inmóvil sobre un catre y se encaminó hacia ella para observarla con precaución. Parecía desvanecida y presentaba una brecha en el lado izquierdo de la frente que le había provocado una gran mancha de sangre en la mejilla y sobre la ropa; paseó despacio la linterna a lo largo de su cuerpo, contrariado y convencido de que aquello debía ser una confusión: allí yacía una mujer joven, de piel blanca, cabello rubio y finas manos; lucía pendientes de perlas y de su cuello colgaba una pequeña cruz plateada. Costaba creer que aquella exquisita joven fuese la hermana del mozo de cuadras. Sus hombres debieron confundirse; ella no podía ser familia de Agustín y Trinidad González…. pero su desconcierto aumentaba al comprobar que su rostro le era familiar. ¿Dónde había visto antes a aquella mujer?
Elena abrió los ojos y se estremeció al descubrir una silueta sobre ella tras un potente foco de luz que la observaba con curiosidad. Pertenecían a un hombre maduro, de cabello moreno peinado hacia atrás marcando el inicio en el centro de la frente. No vestía como los demás vaqueros que la recibieron por la mañana: llevaba una elegante camisa y corbata a rayas bajo una chaqueta de color oscuro. Su impertinente mirada a través de las sombras que provocaba la linterna le hizo temer por su integridad.
-¡Por favor, no me haga daño!- suplicó con terror.
Trató de levantarse e ir hacia el otro extremo del camastro, pero él se inclinó sobre ella inmovilizando sus delgadas muñecas por encima de la cabeza con una de sus manos, mientras que con la otra seguía enfocando su rostro. Al colocar su cuerpo sobre ella descubrió unos ojos rasgados que le miraban llenos de miedo. En aquellos instantes recordó dónde la había visto por primera vez:
¡Era la joven del aeropuerto!
Enfocó su delgada muñeca para reconocer el brazalete plateado que llevaba la mañana anterior, y en la otra el reloj con la correa de cuero. Sí, definitivamente era ella, no podía olvidar aquella mirada…
-¡Quieta! ¿Quién es usted?- preguntó con voz ronca y autoritaria
– Mi nombre es Elena Peralta.
-¿Es usted hermana de Agustín González?
-Si.
-¿La hija de Trinidad González?
-Si. ¿Puede explicarme que está pasando?
-¿Yo?- respondió con una carcajada- ¡Carajo! Es la pregunta más divertida que me han hecho hoy ¿Acaso no sabe quién soy yo?
-No, lo siento. No sé quién es usted- respondió tímidamente.
-Soy Antonio Cifuentes ¿Comprende ahora?- dijo con dureza.
Elena recordó aquel apellido en las palabras del taxista e intuyó que era el dueño de la finca.
-No, señor Cifuentes, sigo sin entender por qué me han encerrado aquí. Yo he venido a visitar a mi familia…
Él la miró desconcertado ante aquella respuesta.
-¿Acaso se está burlando? ¿Es que no está al corriente de la infamia que ha cometido su hermano? ¿No sabe que su madre ha muerto?-preguntaba sin salir de su asombro.
-¿Mi…mi madre ha muerto? ¿Cuando? ¿Cómo? ¿Qué ha pasado?- exclamó con voz temblorosa.
-¿Quién diablos es usted? – decía cada vez más confundido.- Tiene acento extranjero. No puede ser familia de los González.
La mente de Elena se puso a trabajar rápidamente; tenía que salir de allí con urgencia e inventar una buena excusa.
-Creo… señor, creo que he cometido un error. Yo…. Estoy tratando de localizar a mi familia, estoy de paso…, vivo en España…, fui adoptada cuando era pequeña….- mintió atropelladamente-. Contraté a un detective en México para encontrarles, pues sólo conozco el nombre de mi madre. Él localizó a varias mujeres con el mismo nombre y apellido y estoy recorriendo todas las direcciones que me facilitó. Éste es el primer lugar que he visitado, pero por lo visto no es el correcto. Tendré que seguir buscando…- trató de esbozar un tímida sonrisa.
-Eso tiene más lógica- dijo aflojando la presión de las manos-. Pero me ha dicho que es hermana de Agustín González – aún recelaba de sus explicaciones.
-Yo he supuesto que mi madre tendría más hijos…. No sé nada de ella ni de su pasado. Si hubiera mencionado cualquier otro nombre, le habría respondido de la misma forma.
-Está bien. Déme las manos, la ayudaré a levantarse- dijo convencido mientras Elena se incorporaba lentamente-. Le ruego que disculpe a mis hombres; estaban tan extrañados como yo por su aparición- hablaba más tranquilo dirigiéndose a su lado hacia la puerta de salida.- La llevaré a casa para curar la herida de su frente.
– No se moleste. Prefiero volver a la ciudad. Llamaré al taxista que me desplazó hasta aquí.
– De ninguna manera- insistió mientras abría la puerta del todoterreno para que subiera-. Limpiaremos esa herida y se quedará a cenar. Debo compensarla por el error cometido. Después la trasladaré personalmente a su hotel.
Estaba sentado frente a ella en el salón y desde su proximidad podía aspirar el agradable perfume a nardos frescos que emitía la bella desconocida.
-¿Dónde está alojada? – preguntaba mientras limpiaba su herida.
– En el Sevilla Palace.
-Es un buen hotel, en el centro. ¿Es la primera vez que visita México?
-No. Estuve el año pasado, pero no conocía la capital. Es muy interesante.
-Y muy peligrosa para una mujer sola. Debe andar con cuidado- dijo mientras se recreaba paseando los dedos por su frente y mejillas camuflados bajo la gasa impregnada de antiséptico.
-Ya lo he comprobado- sonrió tímidamente-. Dígame ¿Por qué reaccionaron así con la familia González? ¿Ha ocurrido algo grave?- preguntó con aire de inocente curiosidad.
-Agustín González es un criminal.
-¿A quién ha asesinado?
-A mi padre, el anterior dueño de esta hacienda.
Una descarga eléctrica recorrió su espalda y el pánico se apoderó Elena al recordar la conversación con el chofer: “aún no habían atrapado al autor del crimen”…. Ya no necesitaba escuchar más. Su madre realmente había muerto y su hermano era un asesino. Presentía peligro y debía salir de allí a toda velocidad…
-Ya es tarde. Debo regresar. Tenía una cita a las nueve con el detective…- dijo levantándose y tratando de ocultar su miedo.
-¿No va a quedarse a cenar?- preguntó decepcionado.
– Lo siento- dijo negando con la cabeza-. No es necesario que me lleve; llamaré al hotel para que me envíen el coche.
-Yo también vivo en la ciudad y mi casa no está muy lejos. Será un placer acompañarla.
Antonio Cifuentes había hecho planes. La llevaría al hotel y se ofrecería para ayudarla en la búsqueda de su familia; era un buen comienzo para una buena… amistad. Tenía conciencia de su debilidad con las mujeres bonitas, más que por los caballos, su otra pasión; sabía reconocer los buenos ejemplares a primera vista… y aquella joven belleza española era uno de ellos.
Elena seguía temblando mientras se dirigía al coche. Su anfitrión era amable y se sentía responsable por lo que él creyó una confusión de los empleados, pero por desgracia no había error alguno. Se acercaban a los altos muros de color albero que rodeaban la finca; las rejas macizas de la puerta de acceso se abrieron bajo la única luz de los faros que iluminaban el camino sin asfaltar, acrecentando la siniestra oscuridad de los alrededores. Elena sentía en cada metro avanzado un paso más hacia la libertad.
De repente, un vehículo les rebasó a gran velocidad y frenó bruscamente ante ellos obstaculizando el paso.
-¡Que diablos pasa!-exclamó molesto.
Antonio detuvo el coche y descendió para exigir una explicación al otro conductor. Elena le reconoció en seguida: era el mismo que la había encerrado en la cabaña por la mañana. Les observó mientras conversaban y dirigían su mirada hacia ella, lo que le indujo a sospechar que algo iba mal.
-Señorita Peralta, creo que no me ha dicho toda la verdad. ¿Me ha tomado por un imbécil?- exclamó enfadado al regresar junto a ella.
Presa del pánico, Elena trató de abrir la puerta del coche, pero él la había bloqueado segundos antes con el mando a distancia.
-¡Es usted realmente su hermana! ¿A qué ha venido a mi casa? ¡Conteste, mujer! – exigió indignado.
El temblor le impedía hablar y bajó la cabeza intentando tomar aire, pero él seguía gritando y golpeando el volante, demandando una explicación que ni ella misma sabía darle. Súbitamente el dueño de la finca arrancó el coche y retrocedió el camino realizado. Abrió la portezuela al llegar a la gran mansión y tiró de ella con fuerza, ciñendo su brazo y haciéndola caminar con dificultad. Atravesaron un enorme patio y subieron unas escaleras de piedra oscura que accedían a la planta superior. Allí se introdujo con ella en un dormitorio y la lanzó sobre la cama.
-Su hermano va a saber con quien se la ha jugado- le dijo amenazándola con su dedo índice.
-¿Qué pretende hacer conmigo? – preguntó aterrorizada-. Por favor, no me haga daño….
-Debería matarla ahora mismo para dar una lección a ese miserable, pero quizá me sea más útil viva. Si él la ha enviado, va a conocer de primera mano el error que ha cometido-. Dijo con desprecio dirigiéndose hacia la puerta.
Elena escuchó cómo ésta se cerraba con llave desde fuera. De nuevo se quedó sola, aún incrédula, y con la aterradora impresión de que todo se había desmoronado a su alrededor: su madre había muerto, su hermano era un asesino prófugo de la ley y ella se encontraba en manos de un hombre poderoso que clamaba venganza y pretendía hacerle pagar un crimen cometido por alguien a quien no conocía…. Repasó toda su vida en un instante, intentando convencerse de que aquello era un mal sueño, que pronto estaría en el aeropuerto tomando un vuelo de regreso a casa, a su trabajo en el instituto, a las tertulias con sus amigos…
Quizá debió hacer caso de la recomendación de su madre. Ella siempre supo lo que estaba bien para ella incluso en la distancia. La envió a España con la intención de ofrecerle una vida más digna y le prohibió venir a verla. Ahora todo se había derrumbado y el maravilloso futuro con el que soñaba había desaparecido de una patada…